Al chico se lo trajo su madre, una tarde. Entonces tendría unos ocho años. Vinieron en un camión que los levantó en Sáenz Peña. El camionero, que iba para Rosario, cargó combustible, revisó los neumáticos y pidió una cerveza. Mientras el conductor bebía a la sombra del porche y el chico se entretenía con los perros, la mujer se acercó a Brauer, que limpiaba las bujías de un coche que tenía para arreglar. Cuando vio que se le arrimaba, pensó que andaría buscando el baño; apenas había reparado en ella.
Sin embargo ella no quería un baño, sino hablar con él y así se lo dijo.
—Quiero hablar con vos.
Brauer la miró sin dejar de hacer lo que estaba haciendo. Ella tardó en empezar y él pensó que se trataría de una prostituta. Era bastante corriente que los camioneros de viajes largos llevaran mujeres así de un lado a otro y las aguantaran mientras ellas se hacían una changa. Tal vez después compartían el dinero.
Viendo que no arrancaba, el Gringo dijo:
—Vos dirás.
—No te acordás de mí.
Brauer la miró con más atención. No, no la recordaba.
—No importa —dijo ella—, nos conocimos hace mucho y por poco tiempo. Cuestión que aquel es hijo tuyo.
El Gringo dejó las bujías en un tarro y se limpió las manos con un trapo. Miró adonde ella había señalado.
El chico había agarrado una rama. Un extremo estaba en la boca de uno de los perros y él tiraba del otro lado; los otros perros saltaban a la vuelta del chico esperando que les tocara el turno de jugar con él.
—No muerden ¿no? —preguntó ella preocupada.
—No, no muerden —respondió Brauer.
—Cuestión que no puedo seguir criándolo. Me voy para Rosario a buscar trabajo; con el chango es más difícil. Todavía no sé dónde voy a parar. No tengo con quién dejarlo.
El Gringo terminó de limpiarse las manos y se metió el trapo en el cinturón. Prendió un cigarrillo y le ofreció uno a la mujer.
—Yo era hermana de Perico. Ustedes trabajaron juntos en la desmotadora de Dobronich, en Machagai, si te acordás.
—Perico. ¿Qué es de la vida?
—Hace años que no se sabe nada. Se fue para Santiago, a trabajar allá, y no volvió más.
El chico se había tirado al piso y los perros le hociqueaban las costillas buscando la rama que tenía escondida debajo de su cuerpo. Se reía como un descosido.
—Es un buen changuito —dijo la mujer.
—¿Cuánto tiene?
—Va para nueve. Es obediente y sanito. Está bien criado.
—¿Trajo ropa?
—Tengo un bolsito en el camión.
—Tá bien. Dejalo —dijo y tiró la colilla de un tincazo.
La mujer asintió.
—Se llama José Emilio, pero le decimos Tapioca.
Cuando el camión se puso en marcha y empezó a subir lentamente hacia la ruta, Tapioca se puso a llorar. Quieto en su sitio, abrió la boca sacando un berrido y las lágrimas le corrieron por la cara sucia de tierra, dejando surcos. Brauer se agachó para quedar a su altura.
—Vamos, chango, vamos a tomar una coca y a darle de comer a estos perros.
Tapioca dijo que sí con la cabeza, sin perder de vista el camión que ya había trepado completamente al camino, con su madre adentro, alejándose para siempre.
El Gringo Brauer agarró el bolsito y empezó a caminar hacia el surtidor. Los perros, que habían subido la banquina persiguiendo el camión, empezaron a bajar con la lengua afuera. El chico se sorbió los mocos, dio media vuelta y corrió atrás del Gringo.
(Argentina, 1973)
Fragmento del capítulo 5 de “El viento que arrasa”
1 comentario:
Hermoso fragmento, da ganas de continuar la historia. Gracias por compartir.
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