Damián subió el terraplén con la tabla de skate bajo el brazo. Tenía quince años, era flaco y con los pelos en punta, y estaba vestido con bermudas y remera negra, como muchos de los que andaban por ahí. En el antebrazo derecho, todavía cubierto con una capa de la crema para las manos de su madre, lucía un tatuaje diseñado por él mismo que representaba a Abraxas, el dios gnóstico del bien y del mal cuyo simbolismo había aprendido de Demian, de Herman Hesse. La noche anterior había terminado el libro por quinta vez. «El pájaro rompe el cascarón. El huevo es el mundo. El que quiere nacer tiene que romper un mundo. El pájaro vuela hacia Dios. El Dios es Abraxas». Sentía una especie de cosquilla cada vez que llegaba a ese párrafo.
Ahora eran pasadas las seis de la tarde de un día de octubre. Damián se había escapado del colegio en la penúltima hora y se había tomado dos colectivos urbanos para llegar a esa pista, «la pista perfecta», como le dijo un skater viejo con el que solía hablar en Avellaneda. Mirándola desde lo alto, Damián pensó que valía la pena.
No era una pista, ahí radicaba su atractivo, sino un antiguo acueducto abandonado, rodeado por los brazos de la autopista 49, donde no había control policial ni chicos que estuvieran dando sus primeros pasos. Una zona libre, tomada por los skaters: las paredes cubiertas de grafitis y stencils, y a los costados de los terraplenes, campo descuidado, con pastos altos y restos de fogatas.
Allá abajo patinaban concentrados, en medio del ruido del tráfico y las ruedas de las tablas, y al verlos Damián sintió lo de siempre: era una danza, un baile aéreo de pájaros flacos y vestidos de negro, que se cruzaban, se descruzaban, hacían sus flips y sus ollies y sus hellflips como si estuvieran solos en el mundo. Algunos llegaban al borde del terraplén, recorrían con la tabla la cinta de acero que lo bordeaba, volvían a caer y a tomar impulso. Damián respiró hondo y se sintió bien: últimamente lo único que lo hacía sentirse así era patinar o ver a otros patinando. Por un momento, la angustia desapareció. La angustia sin dirección, asidero ni causa (aunque el sicólogo del colegio tratara de explicarla de diversas formas) que experimentaba desde la mañana hasta la noche, y lo obligaba a despreciar lo que le pusieran enfrente, fuera un profesor o las caras de pájaros tristes de sus padres.
Lo creían en la casa de un amigo, sus padres. Si supieran dónde estaba sería la ceremonia de siempre: mamá y sus ojos llenos de lágrimas, papá y su agua con bicarbonato para calmar la acidez. Está loco por la patineta, decía, a quien quisiera oírlo, tratando de explicar que se llevaba nueve materias en el colegio y que, cuando no estaba frente a la computadora con los auriculares puestos, andaba por alguna de las pistas de Buenos Aires, ensayando saltos. «Loco por la patineta», su padre parecía vivir en 1950. Y el que estaba loco era él, en un trabajo que no le gustaba, con una mujer de la que debía haberse separado hacía rato. Cuando llegó el boletín de calificaciones le quitaron la computadora y estuvieron a punto de hacerlo con la tabla, pero él la escondió a tiempo. No hubieran entendido, por más que les explicara, lo que significaba para él andar en skate.
Se oyó un golpe y un quejido. Uno de los que patinaban allá abajo había calculado mal un hellflip y se desplomó rebotando y raspándose contra el cemento, hasta quedar tirado cerca de la boca seca del acueducto. Después, con esfuerzo, se levantó. Damián vio que el hombro izquierdo le había quedado en carne viva. Le pareció un buen augurio. Si uno acababa de caer, tenían que pasar por lo menos media hora, cuarenta minutos, antes de que cayera otro. Era una cuestión estadística.
Intentó explicárselo a uno de los que estaba sentado al lado suyo, mirando como él hacia abajo. Ya el sol empezaba a caer, con un resplandor dorado en la parte alta de la autopista, y las cosas se llenaban de sombra, como una emanación de los objetos y los cuerpos. La cara del que estaba al lado, por ejemplo, con una gorra negra, quedaba casi oculta en la oscuridad.
Hay un treinta y cinco por ciento de probabilidades de que me caiga, le dijo Damián. O sea, menos de la mitad de probabilidades de que no me caiga. Yo creo que me va a ir bien.
El otro estaba agachado, la tabla entre las piernas y sonrió mostrando unos dientes amarillos, con forma de colmillos caninos. Después, sin responderle, se aferró al borde del terraplén y se dejó caer, con una suavidad casi irreal. Mientras se deslizaba hacia abajo, Dientes de Perro, como lo bautizó mentalmente Damián, se incorporó en el skate, saltó la zanja que partía en dos el círculo central, siguió ascendiendo y terminó dando un salto larguísimo en la otra cima del terraplén. Alguien (una chica, seguramente) lo aplaudió.
Damián se dijo que lo único que quería en la vida era hacer un salto así. Y que una chica lo aplauda. Estaba muy interesado en que una chica lo aplauda.
No hacía mucho que patinaba, y ese terreno era, evidentemente, para expertos, de una clase muy superior a la suya, pero no le importó. Ubicó la tabla en el borde del terraplén, subió el pie izquierdo, se dejó caer. Sintió el viento del atardecer en la cara. Sintió el vértigo de no saber adónde acabaría. Siento que era libre y que volaba. Al llegar al círculo central cayó y rodó unos metros, sin lastimarse. Se levantó, buscó la tabla, siguió intentándolo.
Al rato descubrió que había anochecido. Siempre le pasaba lo mismo con el skate: perdía la noción del tiempo. Entonces se detuvo, feliz y miró las estrellas que ya parpadeaban en lo alto. Pensó que quería eso de la vida. No hacerse adulto, ni esforzarse por cumplir con reglas que otros habían inventado. No trabajar para tener todas esas cosas inútiles. No abandonar sus sueños.
Los últimos chicos ya estaban subiendo el terraplén y desaparecían en lo alto. Él hizo lo mismo, sintiendo en las piernas la aspereza de las últimas raspaduras. Era un dolor hermoso.
Cuando llegó a la cima vio el resplandor de la fogata. A unos metros, un grupo de skaters escuchaba música y por el olor no era difícil deducir que estaban fumando marihuana. Entre ellos reconoció a Dientes de Perro, que al verlo lo llamó con la mano.
Alguien le susurró, mientras pasaba a su lado: Ojo con esos.
A Damián no le importó. ¿Volvería a su casa? ¿Al mundo de siempre? ¿A las lágrimas y el bicarbonato? No. No volvería.
Se sentó al lado de Dientes de Perro y miró a los demás. De pronto supo quiénes eran. Los chicos de la noche. La leyenda urbana que circulaba entre los skaters. Los que patinaban cuando todos se habían ido. Los que vivían al margen. Chicos mayores, quizás hasta de treinta años, pálidos, altos, flacos, con los brazos llenos de tatuajes. Uno lucía extensores en las orejas. Otro, la nariz cruzada de alfileres. Había una con las sienes rapadas y ojos de gato brillando en la oscuridad, y otra flaquita, que debía tener la edad de Damián, y que de inmediato le pareció hermosa. Sus ojos se cruzaron y Damián se puso colorado y agradeció que la falta de luz lo disimulara.
Sacó un cigarrillo de una etiqueta de Camel 10, se prendió uno y fumó queriendo parecer despreocupado. Cuando al rato le ofrecieron un porro dio una seca, se ahogó, lo pasó a la derecha como había visto hacer a los demás. También aparecieron unas Stella Artois de litro desde alguna parte, milagrosamente frías.
Es Abraxas, ¿no?, le dijo Dientes de Perro, mirando su tatuaje.
Damián respondió que sí. Que se lo había hecho por el libro de Hesse.
Claro, dijo Dientes de Perro. Es un gran libro. Influenciado por Nietzche, por supuesto. ¿Leíste a Nieztche?
Damián negó con la cabeza.
Nietzche era un hombre despierto, dijo Dientes de Perro. Un iluminado. Uno de los buenos. Decía que la idea de bien fue inventada por los débiles, por las víctimas, para dominar a los fuertes. Pero las personas fuertes del mundo estamos más allá del mal y del bien, ¿no es verdad?
Sonrió mostrando su dentadura.
Completamente, dijo Damián, aunque no había entendido del todo.
El problema es que algunos encuentran el mal, dijo Dientes de Perro, muy serio, y no les gusta nada cuando lo encuentran. Ahora voy a bailar.
Se levantó y comenzó a moverse, un poco ridículamente, en medio del festejo general. La chica de sienes rapadas y la flaquita que tenía la edad de Damián lo acompañaron, frente al fuego, jugando a ser sensuales y siéndolo a la vez. La más grande se sacó la remera y quedó en tetas. Damián nunca había visto tetas en vivo. Dientes de Perro se acercó a la más chica, bailando, y le quitó él mismo la remera. Sus tetitas incipientes, de pezones rosados, todavía a medio formar, se sacudieron con sus movimientos. Dientes de Perro se inclinó para lamerlas y la flaquita levantó los brazos y gritó, como si estuviera en una película norteamericana: Iuuuu.
Algo andaba mal. Damián sintió que eso no podía estar pasando. La autopista parecía vacía. Los grillos se habían callado. El fuego no crepitaba. La oscuridad era más densa. Entonces Dientes de Perro se inclinó sobre la chica, cerró sus dientes sobre la teta y se la arrancó de un mordisco.
La chica se quedó un momento con los brazos levantados. Desde la mordedura de su torso manaba un chorro de sangre. Dientes de Perro tenía la teta en la boca y la estaba devorando, la carne sangrante, la grasa.
Damián no llegó a ver lo que le hacían, porque se levantó y salió corriendo. Oyó gritos, que quedaban atrás, hasta que se cortaron de golpe y supo que la chica estaba muerta y que el próximo era él.
Corrió sin dirección, tropezándose y volviéndose a levantar. Los yuyos secos le arañaban las pantorrillas; en algún momento la tabla se le cayó de las manos, no paró a recogerla. Sintió el libro (una edición pequeña de Demian) rebotando en el bolsillo de la bermuda y pensó que era un idiota.
Está loco por la patineta, dijo la voz su padre.
A lo lejos podían verse las vías de un tren, y unos vagones abandonados. Pensó que si lograba cruzarlas y bajar el puente iba a estar a salvo. Casas, luz, necesitaba eso. Gente normal. Se dijo: juro que seré normal y me gustarán las cosas normales y voy a ayudar a mis padres a poner la mesa y mejoraré mi rendimiento en el colegio. Pero cuando estaba cruzando las vías tropezó con uno de los durmientes y cayó de rodillas sobre las piedras. Al levantarse vio que se había partido la piel. Se quedó ahí, respirando agitado, y la voz sonó muy cerca suyo.
Es una linda herida, dijo Dientes de Perro. Tenía la cara y la ropa bañadas en sangre, se había sacado la gorra y ya no parecía humano. Conocí a Herman Hesse, hace ya cien años, en Los Alpes. Lloró como una mariquita insoportable cuando le saltamos encima.
Con una mano de uñas largas levantó a Damián. Se agachó frente a él y le acarició la mejilla.
Buscabas la oscuridad, y acá la tenés, le dijo. Al fin la encontraste.
Damián hizo que sí con la cabeza. Sintió algo caliente entre las piernas y notó que se había orinado encima.
De la oscuridad surgieron los otros, ya transformados, las caras arrugadas, las manos flacas y torcidas. Enseguida lo rodearon, empezaron a sacarle la ropa.
Ahora vas a conocer el mal, dijo Dientes de Perro.
(San Francisco, Córdoba, 1978)
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