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jueves, 14 de noviembre de 2024

RILKE, Rainer María: Cartas a un joven poeta



[…] Pregunta usted si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Antes lo ha preguntado a otros. Los envía a revistas. Los compara con otros poemas, se inquieta cuando ciertas editoriales rechazan sus intentos. Ahora bien, ya que me ha autorizado a aconsejarle, le pido que deje todo esto. Usted mira hacia fuera y precisamente esto, en este momento, no le es lícito. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Solo hay un medio. Entre en sí mismo. Investigue el fundamento de lo que usted llama escribir; compruebe si está enraizado en lo más profundo de su corazón; confiésese a sí mismo si se moriría irremisiblemente en el caso de que se le impidiera escribir. Sobre todo, pregúntese en la hora más callada de su noche: ¿Debo escribir? Excave en sí mismo en busca de una respuesta que venga de lo profundo. Y si de allí recibiera una respuesta afirmativa, si le fuera permitido responder a esta seria pregunta con un fuerte y sencillo «debo», construya su vida en función de tal necesidad; su vida, incluso en las horas más indiferentes e insignificantes, ha de ser un signo y un testimonio de ese impulso. Después, aproxímese a la naturaleza e intente decir como el primer hombre qué ve y experimenta, qué ama y pierde. No escriba poemas de amor. Al principio, eluda aquellas formas que son las más corrientes y comunes; son las más difíciles, puesto que se requiere una fuerza grande y madura para expresar una personalidad propia allí donde existen en gran medida tradiciones buenas y, en parte, hermosas. Por eso, póngase a salvo de todos los motivos generales y preste atención a lo que su propia vida cotidiana le ofrece; describa sus tristezas y anhelos, los pensamientos fugaces y la fe en algo bello; descríbalo todo con sinceridad íntima, callada y humilde y, para expresarse, sírvase de las cosas que le rodean, de las imágenes de sus sueños y de los objetos de sus recuerdos. Si su vida diaria le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo, dígase que aún no es lo bastante poeta como para convocar su riqueza, pues para el creador no existe pobreza ni lugar pobre o indiferente. Y si usted estuviera encerrado en una prisión, y sus muros no dejaran llegar a sus sentidos ningún rumor venido de fuera, ¿no seguiría teniendo su infancia, esa riqueza deliciosa y regia, ese lugar mágico de los recuerdos? Dirija hacia allí su atención. Intente desenterrar las sensaciones sumergidas de ese pasado lejano; su personalidad se fortalecerá, su soledad se hará más grande hasta convertirse en una estancia en penumbra donde el estrépito de los otros pasará de largo, a lo lejos. Y si de ese retorno hacia dentro, de esa inmersión en su propio mundo, surgen versos, no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos o no. Tampoco intentará interesar a las revistas, pues verá en ese trabajo su propiedad amada y natural, un fragmento y una voz de su vida. Una obra de arte es buena cuando surge de la necesidad. En esta cualidad de su origen reside su juicio crítico: no existe otro. Por eso, mi muy apreciado señor, no sé darle otro consejo: camine hacia sí mismo y examine las profundidades en las que se origina su vida. En su fuente encontrará la respuesta a la pregunta de si debe crear. Acéptela tal como venga, sin interpretarla. Quizá surja la evidencia de que usted está llamado a ser artista. De ser así, acepte ese destino y sopórtelo con toda su carga y grandeza, sin esperar recompensa que pueda venir de fuera: el creador ha de ser un mundo para sí y lo ha de encontrar todo en sí mismo y en la naturaleza con la que se ha fundido.

Pero quizás, tras ese descenso a sí mismo y a su soledad, deba usted renunciar a ser poeta (basta con que sienta, como le he dicho, que podría vivir sin escribir para que ya no le sea permitido en absoluto hacerlo). Pero también, este recogimiento que le he brindado, no habrá sido en balde. Sea lo que sea, su vida, a partir de aquí acertará a encontrar sus propios caminos, y yo le deseo, más allá de lo que le puedo expresar, que sean propios, ricos y amplios.

¿Qué más le puedo decir? Me parece haber acentuado todo según corresponde. Finalmente, querría también aconsejarle que, a través de su desarrollo, su crecimiento sea serio y callado. Nada puede estorbarlo con mayor violencia que mirar hacia fuera y de allí esperar una respuesta a preguntas que quizá solo su más íntimo sentimiento, en los momentos más silenciosos, puede acaso responder. […]

Rainer María Rilke

Fragmento de la Carta I en «Cartas a un joven poeta», de Rainer María Rilke (Austria, 1875/1926)





martes, 5 de noviembre de 2024

LA NACIÓN: Fueron condenados a lectura perpetua


Opción: Un juez norteamericano les dio a varios detenidos las posibilidad de no ir a la cárcel a cambio de asistir a un curso de literatura

NUEVA YORK (ANSA).— Un juez de una pequeña ciudad del Estado norteamericano de Massachusetts decidió poner en práctica sus convicciones de que la literatura puede influir sobre la vida, y condenó a los delincuentes a leer las obras maestras de Ernest Hemingway, John Steinbeck y Jack London, para no ir a la cárcel.
El experimento fue aplicado por un juez y un profesor universitario, compañeros de tenis. El magistrado, Robert Kane, se sentía frustrado porque «no lograba intervenir para impedir a los jóvenes volver a cometer los mismos errores».
Al comentarle sus sentimientos a su compañero de tenis, el profesor Robert Waxler, de la Universidad de Massachusetts, este le ofreció ofrecerles a los delincuentes una pena alternativa a la cárcel: que asistan a los cursos sobre literatura que dicta.
«Estoy profundamente convencido de que entre todos los instrumentos a nuestra disposición para hacer más humano el mundo, la literatura es el más eficaz», afirma Waxler, titular de la cátedra de Letras.
En su primera lección, los «detenidos» discutieron la relación entre dos campesinos, George y Lennie, en el libro de John Steinbeck «Viñas de ira». George protege a Lennie, un deficiente mental dotado de extraordinaria fuerza física, que termina por destruir aquello que más ama.
«Para mí, George se aprovecha de Lennie. Es él el que toma el dinero», dijo Walter Grajales, un ladrón de autos, de 19 años, de los cuales pasó dos en prisión. Durante una pausa de la lección, Grajales afirmó no creer más en la amistad: fue traicionado varias veces por personas que consideraba amigas.
Al retomar la lección, otro estudiante sentenció: George debería haber seguido ayudando a Lennie si la amistad fuera auténtica. «George ya lo había sacado de otros problemas. Pero estaba cansado. Era un peso demasiado grande».
El programa que ofrece la pena alternativa está dando frutos. Terminado el curso, Grajales retomará sus estudios para completar el ciclo secundario.
Un estudio efectuado por el criminalista Roger Jaujoura confirma que las personas que frecuentan el curso del profesor Waxler tienen una probabilidad menor de volver a cometer delitos respecto de los que no participaron. De los 32 condenados que han seguido las lecciones por uno o dos años, solo seis volvieron a tener problemas con la ley.
Para participar, el condenado debe al menos leer, y debe convencer al juez de que tiene la voluntad de cambiar de vida. «Para los irreductibles, no tengo ningún problema en mandarlos a la cárcel. Pero hay muchas personas que experimentan solamente la criminalidad. Estas son las que se pueden salvar».



(Noticia extraída del diario «La Nación», del lunes 11 de octubre de 1993)

Ver: Cambiando vidas a través de la literatura

sábado, 2 de noviembre de 2024

SABORIDO, Pedro: Algunas consideraciones acerca del comercio en el conurbano

 


El comercio podrá ser hijo de la ambición y del deseo. Pero primero lo es de la supervivencia. Y siempre va a encontrar formas de adaptarse y tomar características del lugar donde se desarrolle. Como lo hace cualquier animal.

TESTIMONIO 1: NOMBRES DE COMERCIOS, UNA FORMA DE QUEDARSE EN EL CONURBANO DEL CAPITALISMO

Te aseguro que esto lo empezó mi abuelo. Fue cuando le puso «Mirth-Marth» a su agencia de lotería. Era por sus hijas Mirtha y Martha, obvio. Después nació mi viejo, entonces le puso «Mirth-Marth-Mar», por Mario.
Mi papá, ese Mario, estudió abogacía. Le fue fenómeno. Y ya con su estudio funcionando muy bien y habiendo logrado una buena posición económica, que incluía una de las casa más lindas de Ballester, largó todo y en el garaje armó una carnicería. Indeciso con el nombre, nos mostró a mi mamá, a mi hermana y a mí dos carteles:

CANICERÍA «LOMO SAPIENS»

CARNICERÍA «SIENTO UN VACÍO… EXISTENCIAL»

Mi mamá, que no entendía mucho por qué dejaba el estudio de abogados, aunque lo aceptaba, le dijo:
—Muy del conurbano esos nombres…
—Pero en capital también hay comercios con nombres ingeniosos —contestó mi papá.
—Sí. Pero también son del conurbano. Es decir, son del conurbano de los negocios. El nombre que tienen los deja lejos del centro, de la capital. O del centro del capitalismo, si querés. Porque en el nombre gracioso está el límite. ¿Y si crece el negocio? ¿y si aparece un fondo de inversión? Nadie va a poner su plata en algo que se llame «Vení y probá mi morcilla, que tiene premio».
—¡No se llama así mi carnicería! —se quejó mi papá.
—Es lo mismo. El negocio podrá crecer, diversificarse. Pero quedará en el conurbano de esas posibilidades. Por ejemplo, si aparece la oportunidad de entrar en el negocio de las líneas aéreas, ¿cómo se va a llamar? ¿«Acariciame el peceto Air Lines»?
—No entendés —se lamentó mi papá.
—Sí. Entiendo que te cansaste de la abogacía, que querés trabajar tranquilo, que te gusta tener una carnicería.
—¡No es la carnicería! Es el nombre. Lo que quiero es usar el nombre. El viejo no quería tener la agencia de lotería. Solo la abrió para ponerle Mirth-Marth. O sea… la agencia solo existió para usar el nombre.
Mamá entendió en silencio.
Papá siguió:
—Si el negocio no tiene que crecer, que no crezca. Pero te tengo que contar algo: durante estos últimos años abrí muchos negocios si que vos lo supieras. En Rosario puse una panchería que se llama «Francisco, pancho para los amigos» y en Bariloche…
—¿En Bariloche?
—Sí. En Bariloche abrí «La colcha de tu hermana». Sábanas, frazadas y, obvio, colchas.
—Sí. Lo vi. Cada vez que fuimos de vacaciones pasamos por ahí. Nunca me dijiste nada.
—Vos tampoco… Esperaba una sonrisa, un elogio…
—Me parecía zarpado… ¡Pero muy bueno!
Papá sonrió orgulloso.
Y siguió:
—Abrí todos esos negocios solo porque se me ocurría el nombre. Es algo… artístico. Es una forma de expresión. Como cuando armé con u nos amigos «Red Hot Chili Fletes», dedicado a traslados de bandas de rock. Siempre hago eso: se me ocurre el nombre, los armo y después, cuando vero que ya tienen vida propia, los vendo. No me interesa nada más. Ayer vendí mi parte de autoestéreos «Santiago del Estéreo», ese que está en la calle.
—Santiago del Estero…
—Claro. Porque lo importante es el nombre. No es el negocio. Yo los abrí siempre por eso. Y la carnicería creo que es mi mejor nombre. Con este quiero quedarme. Así que no me importa estar en el conurbano de la capital, ni en el del capitalismo.
Mi mamá y mi papá se abrazaron.
—«Lomo Sapiens» ya existe —le dijo mi mamá.
Así que quedó el otro. Le fue y le sigue yendo muy bien a la carnicería. Todavía causa algo de gracia su nombre.

[...]

ANÁLISIS Y REFLEXIÓN

Después de leer este texto ya sabrán muy bien a qué atenerse. Sin embargo, y aunque intuimos de la capacidad de observación de cada uno de ustedes, les entregamos otra visión.

RICHIE DEIVID, HIPPIE DEL CONURBANO QUE CURSÓ DOS MATERIAS EN EL CBC DE LA UBA, COMENTA:

El capitalismo careta funciona como un amo que te amenaza con morir o vivir en la indigencia si no lo satisfacés. Lo que pasa es que te acostumbrás y no te das cuenta. Pero vivís amenazado.
Entonces, onda que vas y, si tenés algo artístico para dar, como crear nombres copados y jodones, tiene que justificarse con algo. Por ejemplo, usar esos nombre para comercios. Y que le vaya bien al negocio. Porque eso legitima las coas con el capitalismo: que funcionen. No hay buena idea si no funciona.
Entonces, tenés que satisfacer al cliente, que personifica al capitalismo: si el cliente está satisfecho, te da plata. Si no, te castiga comprándole a otro. El cliente es el patovica del capitalismo.
En general, en el conurbano las reglas son un poco distintas. Porque las reglas del centro de la capital llegan siempre más blandas y desdibujadas.
Entonces aparece uno que se pone a vender de todo para que no se lo coman las franquicias. Pero esto pasa en todos lados: o crece o se muere.
Y después está el oro que hizo los muñecos inflables. Típico caso. Creatividad sin guita y sin saber cómo armar el negocio. Si no se aprende esto, siempre vamos a tener las ideas pero los financistas van a decidir qué se hace y qué no. Porque lo que legitima el capitalismo es la ganancia. Nos van a armar los planes mientras no sepamos armas los planes nosotros. O planificás o te planifican. Así que mucha salida no hay.
Ya lo decía Adam Smith: «No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura alimento, sino la consideración de su propio interés».
O sea, es difícil armar una comunidad de amor y todo eso. Pero puede haber opciones: la bandita de keynesianas y keynesianos que se juntan en la esquina de Donovan y Bustamante y de ahí salen por el barrio a activar el consumo y generar círculos virtuosos de producción y generación de empleo.
Porque en cualquier lugar el capitalismo se las va a arreglar para funcionar como pueda. No es que el capitalismo es más torpe o más desprolijo en el conurbano. Solo se transforma un poco para demostrar su fortaleza.
Yo quise mantenerme al costado. Pero afuera no hay nada. A lo sumo podés vivir en el borde. Como yo, que hago artesanías en arcilla. Ahora estoy haciendo unos Ford Escort de arcilla. En tamaño real. Y andan. Hay que hacer unos ajustes en los cilindros y el tema encendido, pero ya les voy a encontrar la vuelta.

(Fragmento de «Una historia del conurbano», 3ª edición, C.A.B.A., Planeta, 2021)

(Argentina, 1964)