Asesino en la alameda (1919)
Edvard Munch
(Noruega, 1863-1944)
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Sí. Trato de imaginar que nada ha ocurrido. Los tres juntos. Como siempre. ¿Recobrar así fragmentos del pasado? No. Sin dudas ya no podré. Regir el presente, más bien. Aliviar el peso espantoso de la realidad. ¿Soy culpable? Solo quería acabar con la rutina y el aislamiento. Estaba agotada. Casi veinte años convertida en una máquina. Lo mismo, día tras día: las tareas de la casa, el almacén y, sobre todo, Sebastián. Librarlo del castigo de los otros chicos, atenuar el fastidio de las maestras, resguardarlo del menosprecio general. Lisandro siempre quiso llevarlo a un instituto donde le brindaran la atención necesaria. Me opuse. Por cariño de hermana como por un sentimiento de lástima y respeto. Soportaba un permanente acoso. Creí que algo de comprensión y ternura hubiera evitado su belicosidad. Pero a medida que una gordura fofa le deformaba el cuerpo, comprobé que la pasividad y el silencio eran una simple máscara. El rencor, como una rama seca ante el leve chispazo, iba a estallar abruptamente. Y sucedió cuando conocí a Marcial Ugarte. ¿Impedirlo? ¿Renunciar a la libertad, rechazar para siempre al único hombre que resultaba portador de un cambio? No quise hacerlo. Mi paciencia había llegado a un límite. Estaba harta de postergaciones y renunciamientos. Lisandro no tardó en censurar mi conducta. ¿Con qué derecho? Demasiado tiempo vegetando en la oscuridad. Callada, con los dientes apretados. Ya era hora de vivir sin ataduras ni rendir cuentas a nadie. Ajena a la inquietud de Lisandro y los intempestivos ataques de Sebastián, me sublevé. Otra persona de improviso. Vital. Arrebatada por un desconocido fervor. Capaz de reír, de tararear alguna canción por momentos. ¿Todo obedecía a un juvenil, quizá absurdo enamoramiento? A ellos les pareció una burla o una traición imperdonable y se mostraron cada vez más hostiles frente al hombre que había logrado encandilarme. Traté de eludir cualquier roce, las palabras hirientes, el desgaste de agrias discusiones. De mil modos procuré hacerles entender que todos podíamos vivir en un clima de concordia, sin resquemores. Luché para no perder el universo de promesas y sueños y felicidad que él me ofrecía como un regalo. Fue inútil. No llegué a disfrutarlo. Todo se desvaneció una semana antes del casamiento.
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Ya no encuentro palabras para convencerla de que precisamente quise evitar eso: que Sebastián sufriera cualquier daño. No tuve otro propósito al pretender que Marcial Ugarte desapareciera del cálido mundo de nosotros tres. Yolanda no atendió razones. Acaso sin comprender o advertir la conmoción que provocaba ese hombre. Tal vez era justificable. Ya no soportaba el agobio de la soledad, del trabajo agotador, de la falta de cualquier clase de diversión. El acercamiento de él tuvo el poder de trastornarla. Todo surgió distinto. Fascinante, más hermoso, atractivo. Y se dejó arrastrar por el goce embriagador. Casi aislada, indiferente. Sebastián resultó el más herido. Demasiado tiempo había tenido el amparo, la ayuda de ella. Se sintió mortificado por su actitud algo desdeñosa. Desplazado. Y no pudo aceptarlo. Sin tener una meta definida, se mantuvo a la expectativa, más hosco y malhumorado que de costumbre. Advertí que poco a poco todos a su alrededor adquirían el carácter de feroces enemigos. Me llenó de inquietud y miedo. Conocía la facilidad con que explotaba en furia irracional. Se impuso el presagio de una tragedia. Comprendí que existía un solo medio para evitarla. Una noche fui a casa de Ugarte para pedirle que se apartara de Yolanda. Decidí llevar una pistola por si no estaba dispuesto a cumplir mi deseo.
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La noche era opresiva. Sin poder dormir por el calor y los mosquitos, me levanté. Di unas vueltas por el patio. El tapial y las plantas impedían cualquier soplo de aire. Fui hasta la vereda con la esperanza de obtener un poco de alivio. Pasé unos minutos allí, observando sin curiosidad la calle y las casas a oscuras, cuando algo logró quitarme la pesadez del sueño. El hombre que avanzaba por la vereda de enfrente. Agazapado, los pasos presurosos. Me di cuenta enseguida que procuraba ocultarse. Al cruzar bajo la luz de la calle, lo reconocí. El idiota de los Oliver. ¿Qué hacía allí, a medianoche? Me quedé tras la puerta para vigilar con mayor tranquilidad. Presentí alguna cosa bastante grave. Más que por su andar decidido, por el puñal en la mano derecha. Me sacudió un latigazo de alarma. Todos en el barrio conocíamos su carácter arrebatado. Golpear a los chicos que le hacían gestos de burla o tirar cascotes contra las vidrieras en un momento de histeria eran ya habituales. Un asilo hubiera sido el lugar indicado para él, pero la familia se negaba a internarlo. Por fin se detuvo ante la casa de la esquina. La observó, algo vacilante, como si buscara una entrada. ¿Qué se proponía? Con un mal augurio, corrí al dormitorio y llamé a Elisa. Sin atender sus protestas, la conduje hasta la puerta de calle mientras le explicaba lo ocurrido. Entonces vimos que él saltaba la verja del jardín y se perdía entre las plantas. Allí vive el novio de Yolanda, irá a visitarlo, muy pronto serán cuñados, comentó ella con evidente malestar. Sí, puede ser, aunque resulta bastante raro que entre sin llamar y armado de un puñal. Eso la despabiló completamente. Tenemos que hacer algo, rápido. No tuve tiempo de responderle. Una súbita exclamación, parecida a un llanto estridente o un grito de rabia o dolor, desalojó la quietud de la noche. Instintivamente nos abrazamos en procura de mutuo resguardo. Quedamos así, quietos, en tensa espera. Cuando superamos el estupor, corrimos hasta el teléfono para avisar a la policía.
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Sí, señor. Yo atendí el llamado, Me costó entender lo que pasaba. El hombre parecía muy asustado y explicó todo en forma atropellada. Después de anotar la dirección, llamé al agente Lozano y sin perder tiempo nos dirigimos al lugar del hecho. Había muchas personas en la calle, a medio vestir o cubriéndose con sábanas, como si acabaran de abandonar la cama. Hablaban todos a la vez, inquietos, agitando los brazos. Nuestra presencia logró imponer cierta calma. Esperé que se apagaran las voces para efectuar algunas preguntas. Antonio Rivas, el hombre que llamó por teléfono, ya más tranquilo, dijo que él y su mujer habían visto al muchacho Oliver entrar en la casa de Marcial Ugarte. Llevaba un puñal. Eso los sobresaltó. Pocos minutos después quedaron paralizados por un grito. Fue todo lo que pudo decir. Debió suspender el relato por culpa de los otros, que empezaron a opinar sobre ese muchacho al que en el barrio llamaban el idiota o el loco. No tuvieron reparos en resaltar sus defectos: demasiado irritable y violento, un riesgo para todos que andara libre por la calle, que sin dudas había cometido una barbaridad en la casa de Ugarte… Aturdido, los interrumpí con un grito. Hice una seña a Lozano y, sacando las armas, nos abrimos paso. Al cruzar la puerta enrejada del jardín, lo vimos salir de la casa. Por impulso de una tempestad, tembloroso el cuerpo descomunal, sosteniendo el puñal en gesto amenazador. Lo conocía desde chico y siempre pensé que su deficiencia mental no resultaba peligrosa, sino más bien era motivo de compasión. Supe que me había equivocado. Reflejaba una actitud virulenta, desarregladas las ropas, el cabello alborotado sobre la cara. Grité para detenerlo. Inútilmente. No pareció oírme ni tampoco ver al grupo que cubría la calle. De un empujón hizo caer a Lozano y continuó la marcha. Los hombres y mujeres comenzaron a dispersarse. Asustados. Tratando de evitar cualquier ataque. Entre gritos de sorpresa y terror. Comprendí la necesidad de impedir que las cosas se agravaran más aún. Tuve un segundo de turbación. Pero enseguida se impuso el sentido del deber. Levanté el arma. Disparé. Creí hundirme en un remolino al ver tambalearse el cuerpo del muchacho. Dio unos pasos en círculo, como buscando un apoyo. Por fin se desplomó. Poco a poco, pasado el peligro, la gente lo fue rodeando. El silencio reflejó una mezcla de consternación y respeto. Entonces entré a la casa de Ugarte. Luego de un breve recorrido, lo divisé sobre una cama. Completamente quieto. Alrededor, claros signos de lucha por la ropa y varios objetos en desorden. Al inclinarme sobre él sentí una garra fría. Me faltó el aire. No por comprobar que el hombre estaba muerto sino por descubrir en el pecho, donde una mancha rojiza cubría la camisa, la perforación de una bala. Quise gritar. Para expresar una rabiosa protesta o destruir la telaraña que hacía todo incomprensible: la presencia de la gente, el muchacho Oliver armado con un puñal, mi disparo, Ugarte muerto… Por eso, sin duda, personal más capacitado que yo podrá averiguar lo ocurrido realmente aquella noche. Por mi parte, no tengo nada más que informarle, señor juez.
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Ya no encuentro palabras para convencerla de que precisamente quise evitar eso: que Sebastián sufriera cualquier daño. No tuve otro propósito al pretender que Marcial Ugarte desapareciera del cálido mundo de nosotros tres. Yolanda no atendió razones. Acaso sin comprender o advertir la conmoción que provocaba ese hombre. Tal vez era justificable. Ya no soportaba el agobio de la soledad, del trabajo agotador, de la falta de cualquier clase de diversión. El acercamiento de él tuvo el poder de trastornarla. Todo surgió distinto. Fascinante, más hermoso, atractivo. Y se dejó arrastrar por el goce embriagador. Casi aislada, indiferente. Sebastián resultó el más herido. Demasiado tiempo había tenido el amparo, la ayuda de ella. Se sintió mortificado por su actitud algo desdeñosa. Desplazado. Y no pudo aceptarlo. Sin tener una meta definida, se mantuvo a la expectativa, más hosco y malhumorado que de costumbre. Advertí que poco a poco todos a su alrededor adquirían el carácter de feroces enemigos. Me llenó de inquietud y miedo. Conocía la facilidad con que explotaba en furia irracional. Se impuso el presagio de una tragedia. Comprendí que existía un solo medio para evitarla. Una noche fui a casa de Ugarte para pedirle que se apartara de Yolanda. Decidí llevar una pistola por si no estaba dispuesto a cumplir mi deseo.
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La noche era opresiva. Sin poder dormir por el calor y los mosquitos, me levanté. Di unas vueltas por el patio. El tapial y las plantas impedían cualquier soplo de aire. Fui hasta la vereda con la esperanza de obtener un poco de alivio. Pasé unos minutos allí, observando sin curiosidad la calle y las casas a oscuras, cuando algo logró quitarme la pesadez del sueño. El hombre que avanzaba por la vereda de enfrente. Agazapado, los pasos presurosos. Me di cuenta enseguida que procuraba ocultarse. Al cruzar bajo la luz de la calle, lo reconocí. El idiota de los Oliver. ¿Qué hacía allí, a medianoche? Me quedé tras la puerta para vigilar con mayor tranquilidad. Presentí alguna cosa bastante grave. Más que por su andar decidido, por el puñal en la mano derecha. Me sacudió un latigazo de alarma. Todos en el barrio conocíamos su carácter arrebatado. Golpear a los chicos que le hacían gestos de burla o tirar cascotes contra las vidrieras en un momento de histeria eran ya habituales. Un asilo hubiera sido el lugar indicado para él, pero la familia se negaba a internarlo. Por fin se detuvo ante la casa de la esquina. La observó, algo vacilante, como si buscara una entrada. ¿Qué se proponía? Con un mal augurio, corrí al dormitorio y llamé a Elisa. Sin atender sus protestas, la conduje hasta la puerta de calle mientras le explicaba lo ocurrido. Entonces vimos que él saltaba la verja del jardín y se perdía entre las plantas. Allí vive el novio de Yolanda, irá a visitarlo, muy pronto serán cuñados, comentó ella con evidente malestar. Sí, puede ser, aunque resulta bastante raro que entre sin llamar y armado de un puñal. Eso la despabiló completamente. Tenemos que hacer algo, rápido. No tuve tiempo de responderle. Una súbita exclamación, parecida a un llanto estridente o un grito de rabia o dolor, desalojó la quietud de la noche. Instintivamente nos abrazamos en procura de mutuo resguardo. Quedamos así, quietos, en tensa espera. Cuando superamos el estupor, corrimos hasta el teléfono para avisar a la policía.
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Sí, señor. Yo atendí el llamado, Me costó entender lo que pasaba. El hombre parecía muy asustado y explicó todo en forma atropellada. Después de anotar la dirección, llamé al agente Lozano y sin perder tiempo nos dirigimos al lugar del hecho. Había muchas personas en la calle, a medio vestir o cubriéndose con sábanas, como si acabaran de abandonar la cama. Hablaban todos a la vez, inquietos, agitando los brazos. Nuestra presencia logró imponer cierta calma. Esperé que se apagaran las voces para efectuar algunas preguntas. Antonio Rivas, el hombre que llamó por teléfono, ya más tranquilo, dijo que él y su mujer habían visto al muchacho Oliver entrar en la casa de Marcial Ugarte. Llevaba un puñal. Eso los sobresaltó. Pocos minutos después quedaron paralizados por un grito. Fue todo lo que pudo decir. Debió suspender el relato por culpa de los otros, que empezaron a opinar sobre ese muchacho al que en el barrio llamaban el idiota o el loco. No tuvieron reparos en resaltar sus defectos: demasiado irritable y violento, un riesgo para todos que andara libre por la calle, que sin dudas había cometido una barbaridad en la casa de Ugarte… Aturdido, los interrumpí con un grito. Hice una seña a Lozano y, sacando las armas, nos abrimos paso. Al cruzar la puerta enrejada del jardín, lo vimos salir de la casa. Por impulso de una tempestad, tembloroso el cuerpo descomunal, sosteniendo el puñal en gesto amenazador. Lo conocía desde chico y siempre pensé que su deficiencia mental no resultaba peligrosa, sino más bien era motivo de compasión. Supe que me había equivocado. Reflejaba una actitud virulenta, desarregladas las ropas, el cabello alborotado sobre la cara. Grité para detenerlo. Inútilmente. No pareció oírme ni tampoco ver al grupo que cubría la calle. De un empujón hizo caer a Lozano y continuó la marcha. Los hombres y mujeres comenzaron a dispersarse. Asustados. Tratando de evitar cualquier ataque. Entre gritos de sorpresa y terror. Comprendí la necesidad de impedir que las cosas se agravaran más aún. Tuve un segundo de turbación. Pero enseguida se impuso el sentido del deber. Levanté el arma. Disparé. Creí hundirme en un remolino al ver tambalearse el cuerpo del muchacho. Dio unos pasos en círculo, como buscando un apoyo. Por fin se desplomó. Poco a poco, pasado el peligro, la gente lo fue rodeando. El silencio reflejó una mezcla de consternación y respeto. Entonces entré a la casa de Ugarte. Luego de un breve recorrido, lo divisé sobre una cama. Completamente quieto. Alrededor, claros signos de lucha por la ropa y varios objetos en desorden. Al inclinarme sobre él sentí una garra fría. Me faltó el aire. No por comprobar que el hombre estaba muerto sino por descubrir en el pecho, donde una mancha rojiza cubría la camisa, la perforación de una bala. Quise gritar. Para expresar una rabiosa protesta o destruir la telaraña que hacía todo incomprensible: la presencia de la gente, el muchacho Oliver armado con un puñal, mi disparo, Ugarte muerto… Por eso, sin duda, personal más capacitado que yo podrá averiguar lo ocurrido realmente aquella noche. Por mi parte, no tengo nada más que informarle, señor juez.
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ÁNGEL BALZARINO nació en Villa Trinidad (Prov. de Santa Fe) en 1943. Desde 1956 reside en Rafaela. Ha obtenido numerosas distinciones por su actividad literaria dedicada especialmente al cuento.
1 comentario:
De que se trata este cuento?
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