A
los once años yo vivía en Bolivia. Mi madre se había casado con un diplomático,
hombre de ideas avanzadas, que me puso en un colegio mixto. Tardé meses en
acostumbrarme a convivir con varones, andaba siempre con las orejas rojas y me
enamoraba todos los días de uno diferente. Los muchachos eran unos salvajes
cuyas actividades se limitaban al fútbol y las peleas del recreo, pero mis
compañeras estaban en la edad de medirse el contorno del busto y anotar en una
libreta los besos que recibían. Había que especificar detalles: quién, dónde,
cómo. Había algunas afortunadas que podían escribir: Felipe, en el baño, con
lengua. Yo fingía que esas cosas no me interesaban, me vestía de hombre y me
trepaba a los árboles para disimular que era casi enana y menos sexy que un
pollo. En la clase de biología nos enseñaban algo de anatomía y el proceso de
fabricación de los bebés, pero era muy difícil imaginarlo. Lo más atrevido que
llegamos a ver en una ilustración fue una madre amamantando a un recién nacido.
De lo demás no sabíamos nada y nunca nos mencionaron el placer, así es que el
meollo del asunto se nos escapaba: ¿por qué los adultos hacían esa cochinada?
La erección era un secreto bien guardado por los muchachos, tal como la
menstruación lo era por las niñas. La literatura me parecía evasiva y yo no iba
al cine, pero dudo que allí se pudiera ver algo erótico en esa época. Las
relaciones con los muchachos consistían en empujones, manotazos y recados de
las amigas: dice el Keenan que quiere darte un beso, dile que sí pero con los
ojos cerrados, dice que ahora ya no tiene ganas, dile que es un estúpido, dice
que más estúpida eres tú y así nos pasábamos todo el año escolar. La máxima
intimidad consistía en masticar por turnos el mismo chicle. Una vez pude luchar
cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan, un pelirrojo a quien todas las niñas
amábamos en secreto. Me sacó sangre de narices, pero esa mole pecosa y jadeante
aplastándome contra las piedras del patio, es uno de los recuerdos más excitantes
de mi vida. En otra ocasión me invitó a bailar en una fiesta. A La Paz no había
llegado el impacto del rock que empezaba a sacudir al mundo, todavía nos
arrullaban Nat King Cole y Bing Crosby (¡Oh, Dios! ¿Era eso la prehistoria?) Se
bailaba abrazados, a veces chic-to-chic, pero yo era tan diminuta que mi
mejilla apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven normal.
Keenan me apretó un poco y sentí algo duro a la altura del bolsillo de su
pantalón y de mis costillas. Le di unos golpecitos con las puntas de los dedos
y le pedí que se quitara las llaves, porque me hacían daño. Salió corriendo y
no regresó a la fiesta. Ahora, que conozco más de la naturaleza humana, la
única explicación que se me ocurre para su comportamiento es que tal vez no eran
las llaves.
En
1956 mi familia se había trasladado al Líbano y yo había vuelto a un colegio de
señoritas, esta vez a una escuela inglesa cuáquera, donde el sexo simplemente
no existía, había sido suprimido del universo por la flema británica y el celo
de los predicadores. Beirut era la perla del Medio Oriente. En esa ciudad se
depositaban las fortunas de los jeques, había sucursales de las tiendas de los
más famosos modistos y joyeros de Europa, los Cadillacs con ribetes de oro puro
circulaban en las calles junto a camellos y mulas. Muchas mujeres ya no usaban
velo y algunas estudiantes se ponían pantalones, pero todavía existía esa firme
línea fronteriza que durante milenios separó a los sexos. La sensualidad
impregnaba el aire, flotaba como el olor a manteca de cordero, el calor del
mediodía y el canto del muecín convocando a la oración desde el alminar. El
deseo, la lujuria, lo prohibido... Las niñas no salían solas y los niños
también debían cuidarse. Mi padrastro les entregó largos alfileres de sombrero
a mis hermanos, para que se defendieran de los pellizcos en la calle. En el
recreo del colegio pasaban de mano en mano foto-novelas editadas en la India
con traducción al francés, una versión muy manoseada de "El amante de Lady
Chaterley" y pocket-books sobre orgías de Calígula. Mi padrastro tenía
"Las Mil y Una Noches" bajo llave en su armario, pero yo descubrí la
manera de abrir el mueble y leer a escondidas trozos de esos magníficos libros
de cuero rojo con letras de oro. Me zambullí en el mundo sin retorno de la
fantasía, guiada por huríes de piel de leche, genios que habitaban en las
botellas y príncipes dotados de un inagotable entusiasmo para hacer el amor.
Todo lo que había a mi alrededor invitaba a la sensualidad y mis hormonas
estaban a punto de explotar como granadas, pero en Beirut vivía prácticamente
encerrada. Las niñas decentes no hablaban siquiera con muchachos, a pesar de lo
cual tuve un amigo, hijo de un mercader de alfombras, que me visitaba para
tomar Coca-Cola en la terraza. Era tan rico, que tenía motoneta con chófer.
Entre la vigilancia de mi madre y la de su chófer, nunca tuvimos ocasión de
estar solos.
(Chile, 1942)
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1 comentario:
Aparte de ser una gran lectura, bella lectura, toda una gran narradora Isabel, quiero compartir que me he sentido identificado con la historia - también pasé por una Escuela "Anexa al seminario" - también mi madre quería entrar en el cielo sin pagar boleto, teniendo un hijo sacerdote (según ella, bendita sea y DEP) además de que cada viernes era día de "confesión" y de narrar los "tocamientos con el cuerpo"... En fin, será una lectura digna de hacerla.
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