Estoy
una vez más a punto de mudarme. A mi alrededor, entre el polvo secreto que
surge de rincones insospechados al mover los muebles, se alzan inestables
columnas de libros, semejantes a rocas talladas por el viento en un paisaje
desértico. Mientras edifico pila tras pila de volúmenes familiares (algunos los
reconozco por el color, otros por la forma, muchos por algún detalle en las
sobrecubiertas cuyos títulos trato de leer cabeza abajo o desde un ángulo
extraño), me pregunto, como suelo hacerlo cada tanto, por qué guardo tantos
libros que sé que jamás volveré a leer. Me respondo que, cada vez que me
desprendo de un libro, descubro unos días después que era precisamente ese el
que estaba buscando. Me digo que no hay libros (o muy pocos, poquísimos) en los
que no haya encontrado algo que me interese. Me digo que por alguna razón los
he traído a mi casa, y que esa razón puede volver a ser válida en el futuro.
Recurro a excusas de exhaustividad, de escasez, de una vaga erudición. Pero sé
que la razón principal para conservar esta colección siempre en aumento es una
especie de codicia voluptuosa. Disfruto con el espectáculo de mis estanterías
abarrotadas, llenas de nombres más o menos familiares. Me encanta saber que estoy
rodeado de una suerte de inventario de mi vida que me da algunos indicios sobre
mi futuro. Me gusta descubrir, en volúmenes casi olvidados, huellas del lector
que fui en otro tiempo: frases garrapateadas, boletos de autobús, trozos de
papel con nombres y números misteriosos, en algún caso una fecha y un lugar en
la solapa del libro, que me hacen volver a cierto café, a una lejana habitación
de hotel, a un remoto verano de otros tiempos. Podría, si fuera necesario,
abandonar estos libros míos y empezar de nuevo en algún otro lugar; lo he hecho
antes, varias veces, por necesidad. Pero en esas ocasiones también he tenido
que reconocer una pérdida grave, irreparable. Sé que algo muere cuando renuncio
a mis libros, y que mi memoria sigue volviendo a ellos con una pesarosa
nostalgia. Ahora, con el paso de los años, mi memoria recuerda cada vez menos y
siento que se parece a una biblioteca desvalijada: muchas de las salas están
cerradas, y en las que siguen abiertas y disponibles para consulta hay grandes
huecos en sus estanterías. Tomo uno de los libros que quedan y compruebo que
varias de su páginas han sido arrancadas por vándalos. Cuanto más decrépito es
el estado de mi memoria, mayor es mi deseo de proteger este depósito de lo que
he leído, esta colección de texturas y voces y aromas. Poseer estos libros se
ha convertido para mí en algo de máxima importancia; porque me he vuelto celoso
del pasado.
(…)
El
robo de libros fue una plaga en la Edad Media y el Renacimiento; en 1752, el
Papa Benedicto XIV expidió una bula en la que condenaba a la excomunión a los
ladrones de libros.
(…)
Esta
amenaza se halla inscrita en la biblioteca del monasterio de San Pedro, en
Barcelona:
Para aquel que roba, o pide prestado un libro y a
su dueño no lo devuelve, que se le mude en sierpe la mano y lo desgarre. Que
quede paralizado y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor,
suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que
perezca. Que los gusanos de los libros le roan las entrañas como lo hace el
remordimiento que nunca cesa. Y que cuando, finalmente, descienda al castigo
eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre.
De
todos modos, ninguna maldición parece disuadir a los lectores que, como amantes
enloquecidos, están decididos a hacer suyo un libro determinado. El ansia de
poseer un libro, de ser su único dueño, es una especie de codicia que no se
parece a ninguna otra. “Un libro se lee mejor”, confesaba el ensayista inglés
Charles Lamb, contemporáneo de Libri, “si es nuestro, y lo conocemos desde hace
tanto tiempo que sabemos de memoria la topografía de sus borrones y las páginas
con las esquinas dobladas, y podemos relacionar sus manchas con la ocasión en
que lo leímos durante el té, mientras comíamos pan con manteca”.
(…)
Llegamos
a sentir que los libros que poseemos son los libros que conocemos, como si en
las bibliotecas la posesión fuese, al igual que en los tribunales anglosajones,
nueve décimas partes de la ley; que contemplar el lomo de los libros que
consideramos nuestros, que hacen guardia obedientemente en las paredes de
nuestra habitación, dispuestos a hablarnos a nosotros con solo pasar la página,
nos permite decir, “Todo esto es mío” como si su sola presencia nos llenara de
su sabiduría, sin que nosotros debamos esforzarnos por aprender su contenido.
(Fragmentos de MANGUEL, Alberto: “Una historia de la lectura”, Bs. As., Emecé Editores, 2005.
Capítulo “Robar libros”, pp. 249/257)
(Argentina, 1948)
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