JORNADA SÉPTIMA
Termina la sexta jornada del Decamerón y comienza la séptima en la que bajo el reinado de Dioneo, se razona de las burlas que por amor o por salvarse hacen las mujeres a sus maridos, notándolo ellos o no.
NARRACIÓN SEGUNDA
Peronella, al regresar su marido a casa, esconde a su amante en un tonel. Dice el marido que ha vendido la barrica, y ella alega que la ha vendido a su vez a otro que para probar su solidez se ha metido dentro. Sale el amante, muéstrase al esposo y se lleva el tonel.
Con grandísima risa fue la historia de Emilia escuchada y la oración como buena y santa elogiada por todos, siendo llegado el fin de la cual mandó el rey a Filostrato que siguiera, el cual comenzó:
—Carísimas señoras mías, son tantas las burlas que los hombres os hacen y especialmente los maridos, que cuando alguna vez sucede que alguna al marido se la haga, no debíais vosotras solamente estar contentas de que ello hubiera ocurrido, o de enteraros de ello o de oírlo decir a alguien, sino que deberíais vosotras mismas irla contando por todas partes, para que los hombres conozcan que si ellos saben, las mujeres por su parte, saben también; lo que no puede sino seros útil porque cuando alguien sabe que otro sabe, no se pone a querer engañarlo demasiado fácilmente. ¿Quién duda, pues, que lo que hoy vamos a decir en torno a esta materia, siendo conocido por los hombres, no sería grandísima ocasión de que se refrenasen en burlaros, conociendo que vosotras, si queréis, sabríais burlarlos a ellos? Es, pues, mi intención contaros lo que una jovencita, aunque de baja condición fuese, casi en un momento, para salvarse hizo a su marido.
No hace casi nada de tiempo que un pobre hombre, en Nápoles, tomó por mujer a una hermosa y atrayente jovencita llamada Peronella; y él con su oficio, que era de albañil, y ella hilando, ganando muy escasamente, su vida gobernaban como mejor podían. Sucedió que un joven galanteador, viendo un día a esta Peronella y gustándole mucho, se enamoró de ella, y tanto de una manera y de otra la solicitó que llegó a intimar con ella. Y para estar juntos tomaron el acuerdo de que, como su marido se levantaba temprano todas las mañanas para ir a trabajar o a buscar trabajo, que el joven estuviera en un lugar de donde lo viese salir; y siendo el barrio donde estaba, que Avorio se llama, muy solitario, que, salido él, este a la casa entrase; y así lo hicieron muchas veces. Pero entre las demás sucedió una mañana que, habiendo el buen hombre salido, y Giannello Scrignario, que así se llamaba el joven, entrado en su casa y estando con Peronella, luego de algún rato (cuando en todo el día no solía volver) a casa se volvió, y encontrando la puerta cerrada por dentro, llamó y después de llamar comenzó a decirse:
—Oh, Dios, alabado seas siempre, que, aunque me hayas hecho pobre, al menos me has consolado con una buena y honesta joven por mujer. Ve cómo enseguida cerró la puerta por dentro cuando yo me fui para que nadie pudiese entrar aquí que la molestase.
Peronella, oyendo al marido, que conoció en la manera de llamar, dijo:
—¡Ay! Giannelo mío, muerta soy, que aquí está mi marido que Dios confunda, que ha vuelto, y no sé qué quiere decir esto, que nunca ha vuelto a esta hora; tal vez te vio cuando entraste. Pero por amor de Dios, sea como sea, métete en esa tinaja que ves ahí y yo iré a abrirle, y veamos qué quiere decir este volver esta mañana tan pronto a casa.
Giannello prestamente entró en la tinaja, y Peronella, yendo a la puerta, le abrió al marido y con mal gesto le dijo:
—¿Pues qué novedad es esta que tan pronto vuelvas a casa esta
mañana? A lo que me parece, hoy no quieres dar golpe, que te veo volver con las herramientas en la mano; y si eso haces, ¿de qué viviremos? ¿De dónde sacaremos pan? ¿Crees que voy a sufrir que me empeñes el zagalejo y las demás ropas mías, que no hago día y noche más que hilar, tanto que tengo la carne desprendida de las uñas, para poder por lo menos tener aceite con que encender nuestro candil? Marido, no hay vecina aquí que no se maraville y que no se burle de mí con tantos trabajos y cuáles que soporto; y tú te me vuelves a casa con las manos colgando cuando deberías estar en tu trabajo.
Y dicho esto, comenzó a sollozar y a decir de nuevo:
—¡Ay! ¡Triste de mí, desgraciada de mí! ¡En qué mala hora nací! En qué mal punto vine aquí, que habría podido tener un joven de posición y no quise, para venir a dar con este que no piensa en quién se ha traído a casa. Las demás se divierten con sus amantes, y no hay una que no tenga quién dos y quién tres, y disfrutan, y le enseñan al marido la luna por el sol; y yo, ¡mísera de mí!, porque soy buena y no me ocupo de tales cosas, tengo males y malaventura. No sé por qué no cojo esos amantes como hacen las otras. Entiende bien, marido mío, que si quisiera obrar mal, bien encontraría con quién, que los hay bien peripuestos que me aman y me requieren y me han mandado propuestas de mucho dinero, o si quiero ropas o joyas, y nunca me lo sufrió el corazón, porque soy hija de mi madre; ¡y tú te me vuelves a casa cuando tenías que estar trabajando!
Dijo el marido:
—¡Bah, mujer!, no te molestes, por Dios; debes creer que te conozco y sé quién eres, y hasta esta mañana me he dado cuenta de ello. Es verdad que me fui a trabajar, pero se ve que no lo sabes, como yo no lo sabía; hoy es el día de San Caleone y no se trabaja, y por eso me he vuelto a esta hora a casa; pero no he dejado de buscar y encontrar el modo de que hoy tengamos pan para un mes, que he vendido a este que ves aquí conmigo la tinaja, que sabes que ya hace tiempo nos está estorbando en casa: ¡y me da cinco liriados!
Dijo entonces Peronella:
—Y todo esto es ocasión de mi dolor: tú que eres un hombre y vas por ahí y debías saber las cosas del mundo: has vendido una tinaja en cinco liriados que yo, pobre mujer, no habías apenas salido de casa cuando, viendo lo que estorbaba, la he vendido en siete a un buen hombre que, al volver tú, se metió dentro para ver si estaba bien sólida.
Cuando el marido oyó esto se puso más que contento, y dijo al que había venido con él para ello:
—Buen hombre, vete con Dios, que ya oyes que mi mujer la ha vendido en siete cuando tú no me dabas más que cinco.
El buen hombre dijo:
—¡Sea en buena hora!
Y se fue.
Y Peronella dijo al marido:
—¡Ven aquí, ya estás aquí, y vigila con él nuestros asuntos!
Giannello, que estaba con las orejas tiesas para ver si de algo tenía que temer o protegerse, oídas las explicaciones de Peronella, prestamente salió de la tinaja; y como si nada hubiera oído de la vuelta del marido, comenzó a decir:
—¿Dónde estáis, buena mujer?
A quien el marido, que ya venía, dijo:
—Aquí estoy, ¿qué quieres?
Dijo Giannello:
—¿Quién eres tú? Quiero hablar con la mujer con quien hice el trato de esta tinaja.
Dijo el buen hombre:
—Habla con confianza conmigo, que soy su marido.
Dijo entonces Giannello:
—La tinaja me parece bien entera, pero me parece que habéis tenido dentro heces, que está todo embadurnado con no sé qué cosa tan seca que no puedo quitarla con las uñas, y no me la llevo si antes no la veo limpia.
Dijo Peronella entonces:
—No por eso no quedará el trato; mi marido la limpiará.
Y el marido dijo:
—Sí, por cierto.
Y dejando las herramientas y quedándose en camino, se hizo encender una luz y dar una raedera, y entró dentro incontinenti y comenzó a raspar.
Y Peronella, como si quisiera ver lo que hacía, puesta la cabeza en la boca de la tinaja, que no era muy alta, y además de esto uno de los brazos con todo el hombro, comenzó a decir a su marido:
—Raspa aquí, y aquí y también allí... Mira que aquí ha quedado una pizquita.
Y mientras así estaba y al marido enseñaba y corregía, Giannello, que completamente no había aquella mañana su deseo todavía satisfecho cuando vino el marido, viendo que como quería no podía, se ingenió en satisfacerlo como pudiese; y arrimándose a ella que tenía toda tapada la boca de la tinaja, de aquella manera en que en los anchos campos los desenfrenados caballos encendidos por el amor asaltan a las yeguas de Partia, a efecto llevó el juvenil deseo;
el cual casi en un mismo punto se completó y se terminó de raspar la tinaja, y él se apartó y Peronella quitó la cabeza de la tinaja, y el marido salió fuera. Por lo que Peronella dijo a Giannello:
—Coge esta luz, buen hombre, y mira si está tan limpia como quieres.
Giannello, mirando dentro, dijo que estaba bien y que estaba contento y dándole siete liriados se la hizo llevar a su casa.
(Italia, 1313/1375)
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