A Oscar González
Lila dijo que estaba cansada, con ese tono entretenido con que suelen decirlo las mujeres mientras se distraen buscando algo que hacer, y después se fue y se entretuvo mirándose en el espejo, de un costado primero, luego del otro, arrimando el rostro a la pulida y resplandeciente superficie más tarde, levantándose el pelo sobre la nuca y dejándolo caer enseguida, irguiendo por sobre el vestido con las palmas de las manos sus abultados flácidos senos y mirando de perfil la silueta prominente y dócil; la otra fumaba sobre la cama, con un vestido claro y suelto, el antebrazo bajo la nuca en una posición varonil y los glaucos húmedos ojos fijos en la agrisada blancura del cielorraso.
Era el día más caluroso del año; el aire estridular rolaba en el exterior y los sonidos demoraban en extinguirse en su seno pesado y en constante desplazamiento, semejando un fluido espeso, grave y transparente moviéndose imperceptible y sin pausa dentro de un inmenso receptáculo. Los árboles permanecían llenos y quietos como compactas y bajas nubes verdes asentadas silenciosamente sobre las oscuras horquetas distraídas.
El moblaje de la habitación era clásico: además de la cama de dos plazas, había un ropero de madera terciada con una fulgurante luna ordinaria, una mesa de luz, y una antigua y polvorienta consola sobre la que descansaban una palangana y una jarra enlozadas. Por alguna hendija de la puerta de madera se colaba una penetrante, una fuerte y enloquecedora claridad.
—Así es —dijo Lila—. Así es.
La otra permanecí silenciosa, fumando, pensando; recordaba. De pronto se removió sobre la cama y estuvo a punto de decir algo, quedando suspendida de su propia vacilación, pero no lo dijo y continuó mirando fijamente el techo. Era menuda, ágil, y su inmovilidad y su silencio daban la impresión de que constituían sólo una tregua limitada y activa, como la del arma cuando está siendo cargada, y que su modalidad consistía en lo vivo y lo rápido; esas culebras que permanecen ocultas entre los pastos atentas pese a su sopor, que cuando estás pasando junto a ellas, como algo que prescinde por completo del tiempo, menos que un relámpago, pero quizá con idéntico resplandor, ya te mordieron y te envenenaron. Lila se peinaba ahora.
—Así es —repitió, abstraída. Y luego, mirándola—: ¿Qué te hacen?
—¿Quiénes? —dijo la otra, incorporándose y mirándola con cierto asombro.
—Los hombres —dijo Lila y continuó peinándose, observando a su amiga a través de la planteada pátina del espejo.
—Ah. Qué sé yo. Me tocan, me besan. Qué sé yo.
—Sí, ya sé. Pero ¿cómo? —Lila movió en el aire la mano que sostenía el peine.
—Ah, cómo. Bueno. Qué sé yo. Primero entran, hacen algún comentario para demostrar que no vienen nada más que para eso, después me miran, se arriman, me tocan… el pecho, o atrás, y me desvisten, y después todo eso. A veces viene alguno distinto, con algo de conversación, pero es raro, o alguno que se quiere…, que quiere hacer alguna asquerosidad, pero yo le paro el carro y le digo que no se haga el vivo y listo.
—Igual que yo —dijo Lila, yendo a sentarse en el borde de la cama, el opuesto a aquel sobre el que se recostaba la otra. Le daba la espalda y continuaba mirándola a través del espejo; la otra proseguía, como en un estado de ligera hipnosis, observando fijamente el cielorraso, y sobre la blancuzca gris superficie contemplaba su vida pasada, no toda, sino la constituida por aquellos hechos que eran dignos de ser recordados y la memoria podía rescatar con mayor facilidad, obrando estimulada por causas sentimentales, vagas y melancólicas. Lila había adoptado una expresión reflexiva y casta, suave y animal en su global índole de estupidez—. ¿Te gustan los hombres?
—Algunos —dijo la otra—. Según como sean. Me gusta que tengan conversación y un poco de plata, y que les guste gastarla, aunque teniendo conversación y no plata, si valen la pena, también me gustan. Porque al fin de cuentas…
—Sí —replicó Lila, pensando en otra cosa. Se puso de pie y anduvo por la habitación revisando unas ropas caídas, y después regresó frente al espejo y ahí estuvo—. ¿No te parece que son… tontos?
—Algunos —dijo la otra.
—Cuando están sobre una, sudando, ahogándose, desesperados por agarrarse a cualquier cosa. ¿No te da la impresión de que podrías hacerles cualquier cosa, lo que quisieras, triturarlos?
—Algunos.
—Todos —dijo Lila, dándose vuelta y no mirándola ya a través del espejo, sino directamente—. Todos. Cuando una piensa que han estado desesperados por venir, porque ya no aguantaban más, robando o asesinando para conseguir la plata, para terminar todo en cinco minutos; cuando una piensa que si fuera una la que quisiera hacerlo, no tendría más que salir, cuando le diera la gana, y llamarlos, y traerlos, y llevarlos de cogote a donde le diera la gana; y que una es dueña de abrir o de cerrar las piernas con el que quiera, y que ellos no pueden hacérselas abrir o cerrar a la que ellos quieren o cuando ellos quieren. Yo los he visto entrar y me he reído pensando en que si yo quería ellos se iban a ir como habían venido y hasta podría hacerme rogar si se me daba la gana. Dame un cigarrillo.
La otra se dio vuelta entre el crujir de los elásticos y sacó un paquete de cigarrillos de debajo de la almohada, arrojándoselo: “Puede ser” —dijo—. “Pero a mí no me gusta eso.”
—No es que me guste —dijo Lila, encendiendo su cigarrillo y devolviéndole el paquete a la otra, que volvió a guardárselo debajo de la almohada—. Lo pienso sin poder evitarlo. Los veo como si pudiera quebrarlos, matarlos. —Se sentó en el borde de la cama sobre el que había estado antes y le pidió permiso a la otra para recostarse transversalmente usando sus pantorrillas como almohada.
—Pegarles —dijo, muy reflexiva, y después, cambiando de tono, más secamente, aunque sin carecer de suavidad—: Qué duras tenés las pantorrillas.
—Soy flaca —dijo la otra.
—No. No. Así estás bien. Me gustan esas figuritas así.
—Adelante quisiera tener como vos —dijo la otra con aire técnico— pero no puede ser, porque es otro tipo de cuerpo, otro desarrollo. Me echaría muy para adelante —se movió un poco y los elásticos crujieron, crujiendo un poco más después que ella estuvo quieta; entonces creció el silencio y también el calor aumentó y hasta dio la sensación de que podía oírse ascender el humo de los cigarrillos, ondulante, nada rígido, nada severo, con algo de sátiro fingiendo gravedad ante un tribunal de dioses iracundos y carentes de sentido del humor. Se rio—: Me caería de boca.
—Si las querés te las regalo —dijo Lila cariñosamente, sin mirarla, con la vista clavada en el techo.
—A lo mejor son postizos y los sacás y me das una sorpresa.
—No, no son. Tocalos, si querés.
La otra estiró la mano, los tocó (una cosa abultada, flácida, pesada, moviéndose) y retiró la mano sin dejar de reírse. Había, de pronto, algo extraño en su risa; así por lo menos lo creyó ella misma. Hicieron silencio y Lila, al rato, acomodó la cabeza sobre las duras y aceitosas pantorrillas de la otra y siguió hablando. “Te decía. Eso es lo que pienso cuando los veo y los siento encima de mí. A veces quisiera ser como ellos, después que se van, libres, han terminado y una ya no les sirve para nada, cinco minutos aguantándoles todas las porquerías, y cuando ya te usaron te escupirían.”
—Pero es… —dijo la otra, con un cordial y suave antagonismo— …natural. Depende de una. Si sabés dosificar, si sabés dirigir, entonces no sólo no te escupirían sino que se dejarían escupir.
—¿Te parece? —Lila miró a la otra.
—Claro. A lo mejor nunca supiste tratarlos, por eso pensás así.
—No es eso. Nunca me entusiasmaron demasiado, esa es la cuestión. Al principio, quién sabe… Al principio puede ser que hasta me hayan gustado esos…
—Guachitos amorosos —dijo la otra, parodiando un éxtasis.
—Sí. Lo primero —dijo Lila poniéndose de pie, sin prestar atención—. Voy al baño. —Tiró el cigarrillo al suelo, lo pisó, y lo hizo desaparecer debajo de la cama.
Cuando abrió la puerta el día amarillo entró en la habitación con un resplandor tan intenso que la otra se cubrió los ojos con el antebrazo y le dijo a Lila que cerrara la puerta. Lila desapareció cerrando la puerta detrás suyo y la otra encendió un nuevo cigarrillo; después se alzó levemente la pollera, dejando ver apenas el extremo de sus muslos aceitosos y firmes, casi trapezoidales. Como si estuviera en el cine, contemplaba sobre la superficie del cielorraso mudas imágenes convocadas por su interés actuando sobre su memoria, mientras su cuerpo permanecía echado en un profundo abandono húmedo y tibio. El ritmo de su respiración apenas ampliaba el volumen de sus pechitos leves y duros como uvas concentradas y maduras.
Lila regresó entonces. Se quejó del calor y se quitó el liviano vestido, desabrochándolo lentamente, con desgano y hasta con algo que visto por ojos masculinos habría podido tomarse por sensualidad. No tenía enaguas ni corpiño. Fue y quitándose los zapatos, se echó de espaldas sobre la cama, colocando una mano entrecerrada, con la palma hacia afuera, junto a su mejilla. La otra mano colgaba fuera del lecho.
—Voy a dormir —dijo—. Es temprano todavía. Me gusta estar así suelta. —Tenía grandes caderas y un poco de grasa; sus grandes seños, esparcidos, caían lánguidamente a los costados, lechosos, enfermos, tristes. Causaban pena, no deseo. Pero había algo, algo existía semejante al deseo que podía ser la soledad o la culpa. Cualquier cosa menos el deseo, pero que podía confundirse con él, o manifestarse de tal modo, con un roce, una mirada, un leve suspiro mórbido, que nadie hubiera jugado nada afirmando que hubiera podido ser otra cosa. La otra la miraba con intensidad, con asombro desconfiado o dubitativo.
—Llega un momento —dijo Lila con toda claridad, con los ojos semicerrados— en que una no sabe qué hacer, no sabe nada. Quisiera poder amar de otra manera, no como nos han obligado. Por gusto, por delicia. Algo anda mal porque me doy cuenta de que no soy como todas; no porque sea mejor ni peor, es que no he vivido, no he sentido como todas. Sé que estoy enferma (pero no en el cuerpo; en el corazón), porque no me siento como todas. Me siento monstruosa, sola. Tengo miedo.
La otra estaba seria y de pronto, tímidamente, como si su mano fuera un pájaro, volando sin preocupación ni apuro, fue a posarse sobre las tristes, mórbidas colinas. Lila se estremeció, como si debajo de su piel se hubieran desplazado infinitas, diminutas, blandas esferitas blancuzcas.
—La carne —dijo, pensando no en el deseo, sino en la soledad y en la culpa; y más en el fondo: “No es eso”—. No —dijo—. No es esto. Me conformaría con desnudarte. Es eso.
La otra saltó del lecho como si hubiera sido tocada, mordida. Era una víbora temerosa, pero no exenta de peligro.
—¡Nunca! —gritó.
Lila permaneció sin moverse.
—No es eso. No hagas ningún escándalo. Ya pasó, corazón. Quería ver si… No es nada, es lo mismo. Estoy enferma pero no de eso. Quería ver si… pero se acabó. Tranquilízate que no te voy a molestar; te lo juro. No era nada. Me visto, si querés.
—Es lo mismo —dijo la otra, relajándose-. No importa; quedate como te guste.
Volvió a recostarse y continuó recuperando (en lo posible) su viejo, su polvoriento tiempo dilapidado, lleno de personas y voces, y lugares, consustanciado ya con el otro, con el irreversible, el impalpable, el silencioso y oscuro, el Tiempo.
(Serodino, 1937 / París, 2005)
1 comentario:
Me encantó. Gracias por compartir!
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