“El Decamerón” fue escrito por Giovanni Boccaccio (Italia, 1313/1375) hacia finales de la Edad Media, cuando la peste negra (o peste bubónica o muerte negra) causó la muerte de aproximadamente un tercio de la población de Europa. Brevemente, “El Decamerón” (que en griego significa “diez días”) narra la historia de diez jóvenes (siete doncellas y tres hombres) que huyen de la plaga y se van a una villa a las afueras de Florencia para entretenerse y olvidarse de la muerte que acecha a todo el continente. Acuerdan que cada integrante del grupo contará una historia por día, como un juego, como una forma de evasión.
SÉPTIMA JORNADA – NARRACIÓN SÉPTIMA
Ludovico descubre a doña Beatriz el amor que le tiene, la cual manda a Egano, su marido, a un jardín vestido como ella y se acuesta con Ludovico; el cual, luego, levantándose, va y apalea a Egano en el jardín.
Esta invención de doña Isabela contada por Pampinea fue por todos los de la compañía tenida por maravillosa; pero Filomena, a quien el rey había ordenado que siguiese, dijo:
—Queridos amigos, si no estoy engañada, creo que contaré una no menos buena, y prestamente.
Debéis saber que en París vivió un noble florentino, el cual, por su pobreza se había hecho mercader, y le había ido tan bien con el comercio que se había hecho en él riquísimo; y tenía de su mujer un solo hijo al que había llamado Ludovico. Y para que a la nobleza del padre y no al comercio saliese, no lo había el padre querido poner en ningún negocio sino que lo había puesto con otros nobles al servicio del rey de Francia, donde muchas buenas maneras y buenas cosas había aprendido.
Y estando allí, sucedió que ciertos caballeros que volvían del Sepulcro, mezclándose en una conversación de los jóvenes entre los que estaba Ludovico, y oyéndolos razonar entre sí sobre las damas hermosas de Francia y de Inglaterra y de otras partes del mundo, comenzó uno de ellos a decir que ciertamente de cuanto mundo él había recorrido y de cuantas mujeres había visto, nunca una hermosura semejante a la mujer de Egano de los Galluzzi de Bolonia, llamada doña Beatriz, había visto; en lo que todos sus compañeros que junto con él la habían visto en Bolonia, concordaron, la cual cosa escuchando Ludovico, que todavía no se había enamorado de ninguna, se inflamó en tanto deseo de verla que en otra cosa no podía fijar el pensamiento; y del todo dispuesto a ir hasta Bolonia a verla, y allí quedarse si a ella le placía, dio a entender a su padre que quería ir al Sepulcro, lo que consiguió con gran dificultad.
Poniéndose, pues, de nombre Aniquino, llegó a Bolonia, y como quiso la fortuna, al día siguiente vio a esta señora en una fiesta, y con mucho le pareció más hermosa de lo que pensado había; por lo que, enamorándose ardentísimamente de ella, se propuso no irse nunca de Bolonia si no conseguía su amor. Y pensando en qué camino debía seguir para ello, dejando cualquier otro decidió que, si pudiera hacerse criado del marido de ella, que tenía muchos, por acaso podría sucederle lo que deseaba. Vendidos, pues, sus caballos, y colocados sus criados de manera que estaban bien, habiéndoles ordenado que fingiesen no conocerlo, habiendo hecho amistad con su posadero, le dijo que de buena gana entraría como servidor de algún señor de bien, si alguno pudiese encontrar; al cual dijo el posadero:
—Tú eres propiamente un sirviente que debía de ser muy apreciado por un noble de esta tierra que tiene por nombre Egano, el cual tiene muchos, y todos los quiere aparentes como eres tú; yo le hablaré de ello.
Y como dijo, así lo hizo; y antes que se separase de Egano, hubo colocado con él a Aniquino, el cual le agradó lo más que podía ser. Y viviendo con Egano y teniendo oportunidades de ver con mucha frecuencia a su gobierno, tan bien y tan de grado comenzó a servir a Egano que este le tomó tanto amor que sin él no sabía hacer ninguna cosa; y no solamente de sí sino de todas las cosas le había encomendado el gobierno.
Sucedió un día que, habiendo ido Egano de cetrería y quedándose Aniquino en casa, doña Beatriz, que de su amor no se había apercibido todavía por mucho que para sí misma, mirándole a él y a sus maneras, muchas veces le había elogiado y le agradase, se puso con él a jugar al ajedrez; y Aniquino, que agradarle deseaba, muy diestramente se dejaba vencer; de lo que la señora hacía maravillosas fiestas. Y habiéndose apartado de mirarlos jugar todas las damas de la señora y dejándolos jugando solos, Aniquino lanzó un grandísimo suspiro. La señora, mirándolo, dijo:
—¿Qué tienes, Aniquino? ¿Tanto te duele que te venza?
—Señora —repuso Aniquino—, mucho mayor cosa que lo es esta fue la razón de mi suspiro.
Dijo entonces la señora:
—¡Ah! Dímela, si me quieres bien.
Cuando Aniquino se oyó rogar «si la quería bien» por quien sobre todas las cosas amaba, lanzó uno mucho mayor de lo que lo había sido el primero; por lo que la señora otra vez le rogó que le pluguiese decirle cuál era la razón de sus suspiros.
A quien Aniquino dijo:
—Señora, mucho temo que os sea molesta si os la digo y además temo que la digáis a otra persona.
A quien la señora dijo:
—Por cierto que no me será enojoso; y estate seguro de esto, que nada que tú me digas, sino cuando te plazca, le diré a nadie nunca.
Entonces dijo Aniquino:
—Puesto que así me lo prometéis, os lo diré.
Y con las lágrimas en los ojos le dijo quién era él, lo que de ella había oído y dónde, y cómo de ella se había enamorado y cómo venido, y por qué había entrado como servidor del marido; y luego, humildemente le rogó que si podía ser le pluguiera tener piedad de él y complacerle en este su secreto y tan ferviente deseo; y que, si esto no quería hacer, que, dejándolo estar en el traje en que estaba, le permitiese amarla. ¡Oh, singular dulzura de la sangre boloñesa, que digna de alabanza has sido siempre en tales casos! Nunca te enorgulleciste de las lágrimas y los suspiros y continuamente has sido sensible a las súplicas, y a los amorosos deseos doblegable; si yo tuviera dignas loas para alabarte, nunca saciada se vería mi voz. La noble señora, al hablar Aniquino, le miraba; y dando plena fe a sus palabras, con tanta fuerza recibió por sus ruegos el amor en la mente, que también ella comenzó a suspirar, y luego de algún suspiro repuso:
—Dulce Aniquino mío, ten buen ánimo: ni dones ni promesas ni cortejar de nobles ni de señor alguno ni de ningún otro (que he sido y soy cortejada por muchos) nunca pudo mover mi ánimo tanto que amase a alguno; pero tú en tan poco tiempo como han durado tus palabras me has hecho más tuya que lo soy mía. Juzgo que óptimamente has ganado mi amor, y por ello te lo doy y te prometo que te haré gozar de él antes de que termine esta noche que viene. Y para que esto tenga lugar, hacia la medianoche vendrás a mi alcoba; yo dejaré la puerta abierta; sabes de qué lado de la cama duermo yo; vendrás allí y si durmiere, tócame hasta que me despierte, y te consolaré de tan largo deseo como has sentido; y para que lo creas quiero darte un beso en prenda.
Y echándole un brazo al cuello, amorosamente lo besó, y Aniquino a ella. Dichas estas cosas, Aniquino, dejando a la señora, se fue a hacer algunas de sus obligaciones, esperando con la mayor alegría del mundo que llegase la noche. Egano volvió de la caza, y cuando hubo cenado, como estaba cansado se fue a dormir, y la señora tras él; y como había prometido dejó la puerta de la alcoba abierta; a la cual, a la hora que le había sido dicha, vino Aniquino y calladamente entrando en la alcoba y volviendo a cerrar la puerta por dentro, del lado donde dormía la señora se fue, y poniéndole la mano en el pecho la encontró que no dormía. La cual, como sintió llegar a Aniquino, tomando su mano con las dos suyas y sujetándolo fuerte, dándose vueltas en la cama tanto hizo que despertó a Egano que dormía; al cual dijo:
—No quise decirte nada anoche porque me pareciste cansado; pero dime, así te guarde Dios, Egano, ¿a cuál tienes tú por el mejor criado y el más leal, y quién amas más, de los que tienes en casa?
Repuso Egano:
—¿Qué es eso, mujer, qué me preguntas? ¿No lo sabes? No hay ni ha habido nunca ninguno de quien tanto me fiase o me fíe o ame, cuanto me fío y amo a Aniquino. Pero ¿por qué me lo preguntas?
Aniquino, sintiendo despierto a Egano y oyendo hablar de él, había muchas veces tirado de la mano hacia sí para irse, temiendo mucho que la señora quisiese engañarle; pero esta lo había sujetado y lo sujetaba de manera que no había podido alejarse ni podía.
La señora repuso a Egano, y dijo:
—Yo te lo diré. Yo creía que era que fuese como tú dices y que más fiel que ninguno otro te fuera; pero me ha engañado, porque cuando te fuiste hoy de cetrería, él se quedó aquí, y cuando le pareció oportuno no se avergonzó de pedirme que consintiera en hacer su gusto; y yo, para que esta cosa no necesitase probarte con demasiadas pruebas, y para hacértelo tocar y ver, repuse que me parecía bien y que esta noche, pasada la medianoche, iré al jardín nuestro y le esperaré al pie del pino. Ahora, en cuanto a mí yo no entiendo ir allí, pero si tienes ganas de conocer la fidelidad de tu criado, puedes fácilmente, poniéndote encima una de mis sayas y en la cabeza un velo, ir allá abajo a esperar si viene, que estoy segura de que sí.
Egano, oyendo esto, dijo:
—Por cierto que conviene que lo vea.
Y levantándose como mejor pudo en la oscuridad, se puso una saya de la señora en la cabeza, y se fue al jardín y al pie de un pino se puso a esperar a Aniquino. La señora, como lo sintió levantado y fuera de la alcoba, se levantó y cerró la puerta por dentro. Aniquino, que el mayor miedo que nunca había sentido sintió, y que cuanto podía se había esforzado en salir de las manos de la señora y cien mil veces a ella y a su amor y a sí mismo, que confiado se había, había maldito, oyendo lo que al final había hecho, fue el hombre más feliz que nunca hubo; y habiendo la señora vuelto a la cama, como quiso ella, como ella se desnudó, y juntos se solazaron y disfrutaron por buen espacio de tiempo.
Luego, no pareciendo a la señora que Aniquino debiese quedarse más, lo hizo levantarse y volver a vestirse, y así le dijo:
—Dulces labios míos, coge un buen bastón y vete al jardín, y fingiendo haberme requerido para tentarme, como si fuese yo misma, dirás insultos a Egano y me lo sacudirás bien con el bastón, porque de ello se seguirá luego maravilloso deleite y placer.
Levantándose Aniquino y yendo al jardín con una vara de sauce en la mano, cuando llegó junto al pino y Egano lo vio venir, y levantándose como si quisiese recibirlo con grandísima fiesta, le salió al encuentro, al cual dijo Aniquino:
—¡Ay, mala mujer, así que has venido! ¿Y has creído que yo quisiera o quiero a mi señor hacerle esta afrenta? ¡Seas mil veces mal venida!
Y alzando el bastón, comenzó a sacudirlo.
Egano, al oír esto y ver el bastón, sin decir palabra comenzó a huir, y tras él Aniquino, siempre diciendo:
—Fuera, que Dios te dé malahora, mala mujer, que por cierto que mañana se lo diré a Egano.
Egano, habiendo recibido dos de las buenas, lo antes que pudo se volvió a la alcoba; al cual preguntó la señora si Aniquino había venido al jardín.
Egano dijo:
—Así no hubiera ido, porque creyendo que eras tú me ha molido con un bastón y dicho las mayores injurias que nunca se han dicho a una mala mujer. Y así yo me maravillaba mucho de que él te hubiese dicho aquellas palabras con ánimo de hacer algo que fuese en vergüenza mía; sino que porque te vio tan alegre y cordial, quiso probarte.
—Entonces —dijo la señora—, alabado sea Dios porque a mí me ha probado con palabras y a ti con obras; y creo que podría decir que yo soporto con más paciencia las palabras que tú las obras. Mas puesto que tal lealtad te tiene, hay que tenerlo en estima y honrarle.
Egano dijo:
—Por cierto que dices la verdad.
Y basándose en aquello, era de la opinión de que tenía la mujer más leal y el más fiel servidor que nunca había tenido un noble; por la cual cosa, como luego muchas veces con Aniquino, este y la señora riesen de este hecho, Aniquino y la señora tuvieron mucha más facilidad de la que por ventura habrían tenido para hacer aquello que les daba deleite y placer mientras que a Aniquino le plugo quedarse con Egano en Bolonia.
(Italia, 1313/1375)
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