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jueves, 31 de octubre de 2024

ENRÍQUEZ, Mariana: Fin de curso



Nunca le habíamos prestado demasiada atención. Era una de esas chicas que hablan poco, que no parecen demasiado inteligentes ni demasiado tontas y que tienen esas caras olvidables, esas caras que, aunque una las ve todos los días en el mismo lugar, es posible que no las reconozca en un ámbito distinto, y mucho menos pueda ponerles un nombre. Lo único que la diferenciaba era que se vestía mal, feo y algo más: la ropa que usaba parecía elegida para ocultar su cuerpo. Dos o tres talles más grande, camisas cerradas hasta el último botón, pantalones que no dejaban adivinar sus formas. Sólo la ropa hacía que nos fijáramos en ella, apenas para comentar su mal gusto o dictaminar que se vestía como una vieja. Se llamaba Marcela. Podría haberse llamado Mónica, Laura, María José, Patricia, cualquiera de esos nombres intercambiables, que suelen tener las chicas en las que nadie se fija. Era mala alumna, pero rara vez recibía la desaprobación de los profesores. Faltaba mucho, pero nadie comentaba su ausencia. No sabíamos si tenía plata, de qué trabajaban los padres, en qué barrio vivía.
No nos importaba.
Hasta que, en la clase de Historia, alguien dio un pequeño grito asqueado. ¿Fue Guada? Parecía la voz de Guada, que además se sentaba cerca de ella. Mientras la profesora explicaba la batalla de Caseros, Marcela se arrancó las uñas de la mano izquierda. Con los dientes. Como si fueran uñas postizas. Los dedos sangraban, pero ella no demostraba ningún dolor. Algunas chicas vomitaron. La de Historia llamó a la preceptora, que se llevó a Marcela; faltó durante una semana y nadie nos explicó nada. Cuando volvió, había pasado de chica ignorada a chica famosa. Algunas le tenían miedo, otras querían hacerse amigas de ella. Lo que había hecho era lo más extraño que nosotras hubiéramos visto. Algunos padres querían llamar a una reunión, para tratar el caso, porque no estaban seguros de que fuera recomendable que nosotras siguiéramos en contacto con una chica «desequilibrada». Pero lo arreglaron de otra manera. Faltaba poco para que se terminara el año, para que termináramos la secundaria. Los padres de Marcela aseguraron que ella se pondría bien, que tomaba medicación, hacía terapia, que estaba contenida. Los otros padres les creyeron. Los míos apenas prestaron atención: lo único que les importaba eran mis notas y yo seguía siendo la mejor alumna, como cada año.
Marcela estuvo bien durante un tiempo. Volvió con los dedos vendados, al principio con gasa blanca, después con curitas. No parecía recordar el episodio de las uñas arrancadas. No se hizo amiga de las chicas que se le acercaron. En el baño, las que querían ser amigas de Marcela nos contaban que no se podía, que ella no hablaba, que las escuchaba pero nunca respondía, y se quedaba mirándolas tan fijo que, al final, les dio miedo.
Fue en el baño donde todo empezó de verdad. Marcela estaba mirándose al espejo, en la única parte donde realmente podía hacerlo porque el resto estaba descascarado, sucio o tenía declaraciones de amor o insultos de alguna pelea entre dos chicas rabiosas escritos con fibra o lápiz labial. Yo estaba con mi amiga Agustina: tratábamos de resolver una discusión que habíamos tenido más temprano. Parecía una discusión importante. Hasta que Marcela sacó de algún lado (el bolsillo, probablemente) una gillette. Con rapidez exacta se cortó un tajo en la mejilla. La sangre tardó en brotar, pero cuando lo hizo salió casi a chorros y le empapó el cuello y la camisa abotonada, como de monja o de prolijo varón.
Ninguna de las dos hizo nada. Marcela se seguía mirando al espejo, estudiando la herida, sin un gesto de dolor. Eso fue lo que más me impresionó: no le había dolido, estaba claro, ni siquiera había fruncido el ceño o cerrado los ojos. Recién reaccionamos cuando una chica que estaba haciendo pis abrió la puerta y gritó «¡Qué le pasó!» y trató de detener la sangre con un pañuelo. Mi amiga parecía a punto de llorar. A mí me temblaban las rodillas. La sonrisa de Marcela, que seguía mirándose mientras se apretaba la cara con el pañuelo, era hermosa. Su cara era hermosa. Le ofrecí acompañarla hasta su casa o hasta una salita para que la cosieran o le desinfectaran la herida. Ella pareció reaccionar entonces y dijo que no con la cabeza, que se tomaba un taxi. Le preguntamos si tenía plata. Dijo que sí y volvió a sonreír. Una sonrisa que podía enamorar a cualquiera. Faltó otra vez durante una semana. La escuela entera sabía del incidente: no se hablaba de otra cosa. Cuando volvió, todos trataban de no mirar la venda que le cubría la mitad de la cara y nadie lo conseguía.
Ahora yo trataba de sentarme cerca de ella en las clases. Lo único que quería era que me hablara, que me explicara. Quería visitarla en su casa. Quería saber todo. Alguien me había dicho que se hablaba de internarla. Me imaginaba el hospital con una fuente de mármol gris en el patio y plantas violetas y marrones, begonias, madreselvas, jazmines —no me imaginaba un instituto para enfermos mentales sórdido y sucio y triste, me imaginaba una hermosa clínica llena de mujeres con la mirada perdida—. Sentada a su lado vi, como todas las demás, pero de cerca, lo que le estaba pasando. Todas lo veíamos, asustadas, maravilladas. Empezó con sus temblores, que no eran temblores sino más bien sobresaltos. Sacudía las manos en el aire como si espantara algo invisible, como si intentara que algo no la golpeara. Después empezó a taparse los ojos mientras decía que no con la cabeza. Los profesores lo veían, pero trataban de ignorarlo. Nosotras también. Era fascinante. Ella se derrumbaba en público sin pudores y a nosotras nos daba vergüenza.
Empezó a arrancarse el pelo poco después, el de la parte de adelante de la cabeza. Se iban formando mechones enteros sobre su banco, montoncitos de pelo lacio y rubio. A la semana empezó a adivinarse el cuero cabelludo, rosado y brillante.
Yo estaba sentada a su lado el día que salió corriendo de una clase. Todos la miraron irse, yo la seguí. Al rato noté que venían detrás de mí mi amiga Agustina y la chica que la había auxiliado en el baño aquella vez, Tere, del otro quinto. Nos sentíamos responsables. O queríamos ver qué iba a hacer, cómo iba a terminar todo eso.
La encontramos en el baño otra vez. Estaba vacío. Gritaba y lloraba como en un berrinche infantil. La venda se le había caído y pudimos ver los puntos de la herida. Señalaba uno de los inodoros y gritaba «andate dejame andate basta». Había algo en el ambiente, demasiada luz, y el aire apestaba más de lo habitual a sangre, pis y desinfectante. Yo le hablé:
—¿Qué pasa, Marcela?
—¿No lo ves?
—A quién.
—A él. ¡A él! ¡Ahí en el inodoro! ¿No lo ves?
Me miraba ansiosa y asustada, pero no confundida: estaba viendo algo. Pero no había nada sobre el inodoro, salvo la tapa destartalada y la cadena, que estaba demasiado quieta, anormalmente quieta.
—No, no veo nada, no hay nada —le dije.
Desconcertada por un momento, me agarró del brazo. Nunca antes me había tocado. Miré su mano: todavía no le habían crecido las uñas o, a lo mejor, se arrancaba lo poco que crecía. Se veían sólo las cutículas, ensangrentadas.
—¿No? ¿No? —Y mirando el inodoro otra vez—: Sí que está. Está ahí. Hablale, decile algo.
Tuve miedo de que la cadena empezara a balancearse, pero seguía quieta. Marcela parecía escuchar, mirando atentamente el inodoro. Noté que casi no le quedaban pestañas tampoco. Se las había estado arrancando. Pronto empezaría con las cejas, imaginé.
—¿No lo escuchás?
—No.
—¡Pero te dijo algo!
—Qué dijo, contame.
En este punto, Agustina se metió en la conversación diciéndome que dejara en paz a Marcela, preguntándome si estaba loca, no ves que no hay nada, no le sigas el juego, me da miedo, llamemos a alguien. Fue interrumpida por Marcela, que le aulló CALLATE, PUTA DE MIERDA. Tere, que era bastante cheta, murmuró que eso era too much y se fue a buscar a alguien. Yo traté de controlar la situación.
—No les des bola a estas taradas, Marcela, ¿qué dice?
—Que no se va a ir. Que es de verdad. Que me va a seguir obligando a hacer cosas y no le puedo decir que no.
—¿Cómo es?
—Es un hombre, pero tiene un vestido de comunión. Tiene los brazos para atrás. Siempre se ríe. Parece chino pero es enano. Tiene el pelo engominado. Y me obliga.
—¿Te obliga a qué?
Cuando Tere llegó con una profesora a la que había convencido de que entrara en el baño (después nos dijo que en la puerta se habían juntado como diez chicas, escuchaban todo haciéndose shhh entre ellas), Marcela estaba a punto de mostrarnos qué la obligaba a hacer el engominado. Pero la aparición de la profesora la confundió. Se sentó en el piso, con los ojos sin pestañas que no parpadeaban mientras decía que no.
Marcela nunca volvió a la escuela.
Yo decidí visitarla. No fue difícil conseguir su dirección. Aunque su casa quedaba en un barrio al que nunca había ido, me resultó fácil llegar. Toqué el timbre temblando: en el colectivo había preparado la explicación de mi visita que iba a darles a sus padres, pero ahora me parecía estúpida, ridícula, forzada.
Me quedé muda cuando Marcela abrió la puerta, no solamente por la sorpresa de que ella atendiera el timbre —la había imaginado en cama, drogada—, sino también porque se la veía muy distinta, con una gorra de lana que le cubría la cabeza seguro ya casi pelada, un jean y un pulóver de tamaño normal. Salvo por las pestañas, que no habían crecido, parecía una chica sana, común.
No me invitó a pasar. Salió, cerró la puerta y quedamos las dos en la calle. Hacía frío; ella se abrazaba el cuerpo con los brazos, a mí me ardían las orejas.
—No tendrías que haber venido —dijo.
—Quiero saber.
—¿Qué querés saber? No vuelvo más a la escuela, se terminó, olvidate de todo.
—Quiero saber qué te obliga a hacer él.
Marcela me miró y olfateó el aire alrededor. Después desvió los ojos hacia la ventana. Las cortinas se habían movido apenas. Volvió a entrar en su casa y, antes de cerrar de un portazo, dijo:
—Ya te vas a enterar. Él mismo te lo va a contar algún día. Te lo va a pedir, creo. Pronto.
A la vuelta, sentada en el colectivo, sentí cómo palpitaba la herida que me había hecho en el muslo con una trincheta, bajo las sábanas, la noche anterior. No dolía. Me masajeé la pierna con suavidad, pero con la suficiente fuerza para que la sangre, al brotar, dibujara un fino trazo húmedo sobre mis jeans celestes.




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