Hay objetos que jamás nos pertenecerán del todo. No importa que se trate de antiguas reliquias familiares, pasadas de mano en mano a través de las generaciones. No importa si los recibimos como regalo de cumpleaños o si pagamos por ellos una buena cantidad de dinero… Estos objetos guardan siempre un revés, una raíz que se extiende hacia otras realidades, un bolsillo secreto. Son objetos con rincones que no podemos limpiar ni entender. Objetos que se marchan cuando dormimos y regresan al amanecer.
Los espejos, por ejemplo. No hay duda alguna de que los espejos pertenecen a esta categoría. Más aún… Si tuviésemos que hacer una lista de objetos fantasmales, rebeldes, incontrolables, los espejos ocuparían el primer lugar.
Mucho se escribió sobre ellos. Poemas y cuentos, leyendas y relatos de horror. Se ha dicho que son puertas hacia países fantásticos. Se ha dicho que son capaces de responder, con sinceridad, las oscuras preguntas de una madrastra. “Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa?”
Pero aun así, con tanta letra escrita, siempre habrá nuevas cosas que contar, porque en los espejos cabe el mundo entero.
*
Esta es la historia de un espejo en particular. Pequeño, casi del tamaño de la palma de una mano. Y enmarcado en ébano. Un espejo que cruzó el mar para ser parte de múltiples historias, no todas buenas, no todas malas.
Un pequeño espejo que enlazó los destinos de distintas personas en distintos tiempos.
En el comienzo hay un atardecer rojo y polvoriento, atravesado por una manada de cebras. Un paisaje extendido en su propia soledad que, aunque desde lejos puede parecer un dibujo, es de carne y hueso. De sed y música.
Hay también un sonido que trae el viento.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
Son tambores los que están hablando, los que están llorando.
¿Y por qué tambores?
Porque la historia de este pequeño espejo, enmarcado en ébano lustroso, comienza en el África.
(Argentina, 1958/2018)
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