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miércoles, 15 de noviembre de 2017

DITARANTO, Hugo: Fernando, un perro de verdad - De cómo partió (Capítulo 1)


DE CÓMO PARTIÓ

Visité muchos lugares y siempre llego a la misma conclusión: la gente más hermosa de la tierra es la que sueña. Por eso soy amigo de los niños, de las flores, de algunos animales y de ciertos hombres.
Siempre viajé de noche. Llegaba al clarear la aurora.
No sé por qué hay gente que dice que la noche es oscura. Yo veo más de noche que de día. Ella atenúa, calma los colores y no me arden los ojos.

Con unos pícaros amigos fuimos una mañana a jugar con las gallinas. ¡Qué lindo es escuchar su aletear y verlas correr hacia todos lados!
Sentía la alegría en mi cuerpo; bailaba entre cacareos y brincos. Pero nos descubrieron y tuvimos que escapar. Tomé por el camino del arroyo hasta el río y desde la orilla salté a una barcaza. En ella viajaban tres hombres. El más chico me miró con cierto recelo. El otro, colorado, no me dio importancia. El mayor, quizás por grande y viejo, me miró con ternura, me acarició y me dio de beber.
Íbamos por un río muy ancho.
Los hombres le ponen nombre a todo. Después olvidan. Lo mejor es nombrar las cosas simplemente: río… río; hombre… hombre. ¿Por qué hacer diferencias? Así todo se hace más simple y el tiempo se puede dedicar a disfrutar. Eso le falta al hombre. Se olvidaron del disfrute.
Cerca del atardecer me dieron un pedazo de carne. Los hombres son, a veces, más generosos con un perro que con sus propios hermanos.
A nosotros también nos suele pasar lo mismo.
La comida en los barcos es abundante y sabrosa. Los marineros tienen una virtud: comen temprano. Después toman un café fuerte, inquietante, y encienden la pipa. Estiran las piernas sobre la borda y miran fijo cómo se va estrellando el cielo. Los ojos se les transforman, una ternura acurrucada se despereza. El barco ya no navega, simplemente se deja llevar por las aguas a la deriva. Camino del silencio. 

De pronto todo se puso rojo: el cielo, los hombres, las cosas, el agua. La noche cayó envolvente y tibia sobre nosotros. Sentado junto a la borda, miraba cómo la punta del barco rompía la quietud del agua. Como una gran puerta, abrió de par en par al río, por donde la luna sonreía, salpicándome. No pensaba. Simplemente me dejé estar.

El cielo es un techo inmenso. Las estrellas, pequeños faros que nos dicen: ¡hasta aquí es tuyo! Tuve ganas de pararme, estirar el cuello y aullar, convocado vaya a saber por quién. Siempre al anochecer y cuando me quedo sin hacer nada, siento lo mismo.
Mi madre siempre decía que era igual a mi padre. Es lo que los hombres llaman leyes de la herencia.
Ese deseo incontenible fue cada vez más fuerte y aullé.
En la oscuridad cerrada, al escuchar mi aullido, los marineros temblaron.
Creo que eso también forma parte de su herencia.
El caso fue que uno de ellos me pegó con un palo y me tiró al agua.
El cielo se deshizo, la luna se quebró y me llegó el desencanto.

En la orilla sacudí mi cuerpo. Sentía frío. Todo estaba quieto. Me di cuenta de que la música que escuchaba en el medio del río venía desde ahí, desde la tierra.
Divisé una especie de claridad y me largué para allí. Anduve toda la noche. El resplandor venía de las luces; parecían pequeñas estrellas que habían aterrizado y tiritaban conmigo.
Estaba ante una ciudad toda iluminada. A medida que avanzaba, se iban combinando y confundiendo sus formas con la claridad del día que asomaba. Me agradaba el camino.
Tuve que atravesar un bosque. Este será siempre la gran casa de los animales. Además, todos los bosques parecen encantados por los pájaros que los pueblan, por las hojas que los cubren, por las lianas enredadas y coloridas entre los árboles, por esa bruma que cae como lluvia, por sus silencios contenidos llenos de sueños impenetrables y profundos.
Los sueños van donde se sueña… y ¿quién no ha soñado alguna vez con el bosque?

(Argentina, 1930/2013)


Capítulo 1 de DITARANTO, Hugo. “Fernando, un perro de verdad”. Bs. As., Besana, 1986.



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