Ricardo Marchini sintió que la hora de la verdad era llegada.
—Vamos, leo —dijo—, tenemos que hablar.
Y se marcharon, calle arriba, los dos. Anduvieron un buen rato por el barrio de Saavedra, dando vueltas, en silencio. Leonardo se atrasaba mucho, como tenía costumbre; y después apuraba el paso para alcanzar a Ricardo, que caminaba con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido.
Al llegar a la plaza, Ricardo se sentó. Tragó saliva. Apretó la cara de Leonardo entre las manos y, mirándole a los ojos, largó el chorro:
—Mirá, Leo, perdoná que te lo diga pero vos no sos hijo de papá y mamá y es mejor que lo sepas, Leo, que a vos te recogieron de la calle.
Suspiró hondo.
—Tenía que decírtelo, Leo.
Leonardo había sido encontrado en la basura, cuando estaba recién nacido, pero Ricardo prefirió ahorrarle esos detalles.
Entonces, regresaron a casa.
Ricardo iba silbando.
Leonardo se detenía al pie de sus árboles preferidos, saludaba a los vecinos meneando el rabo y ladraba a la sombra fugitiva de algún gato.
Los vecinos lo querían porque él era marrón y blanco, como el Platense, el club de fútbol del barrio, que casi nunca ganaba.
(Uruguay, 1940/2015)
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