Cuando todo ha sucedido, hago lo único que se puede hacer. Arrío las velas. Aguanto
El tiempo es un asesino. Hay días que transcurren en el pasado. Por ejemplo, lunes 21 de enero, 2019, el cielo tenso como un paño azul. Ayer vi un parque sumergido en un velo verde de luz esmeraldina en la que hubieran podido nadar peces. Me reí a carcajadas, comí guisos extraños, bebí. Sin embargo, hoy es un domingo de invierno de 1986. Yo había llegado hacía poco a Buenos Aires, que no era una ciudad sino un milagro peligroso, burbujeante de electricidad como un campo de promesas desiguales. Vivía sola y en las noches de verano me gustaba dormirme en el piso, la ventana abierta, mirando películas malas que pasaban en el canal 13 después de medianoche. No tenía lavarropas, mi heladera funcionaba mal, nunca me cansaba de andar por la calle, de ver cine. Atravesaba andurriales con las manos dentro de los bolsillos de mi chaqueta negra de cuero, mi disfraz de Batman que no servía para defenderme, diciéndome a mí misma: “Esto es la aventura, a esto viniste: no tengas miedo”. Hablaba con los borrachos y con los mendigos. Iba a tugurios húmedos como una garganta donde travestis de piel muy blanca declamaban poesía cual demonios blasfemos. Pero a veces, no pocas, los días eran un lento viaje hacia la noche, una hora tras otra, todas llenas de vacío. Sobrevivía agónica, rodeada de un silencio hinchado, cancerígeno, sin afecto ni paz. Veía desde mi balcón los departamentos de los edificios de enfrente, las lámparas encendidas, las familias conversando en torno a la mesa de la cena, mientras yo hervía arroz o abría una lata de sardinas. En esos días todo transcurría dentro de mí, en una noche cenicienta y sin consuelo. Todo estaba por suceder y nada parecía posible. Hoy, cuando todo ha sucedido, hago, como entonces, lo único que se puede hacer. Arrío las velas. Aguanto.
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